OPINION

La banca central y su crédito al pánico

La semana pasada, el Banco de Inglaterra, que popularmente recibe el apodo de “La Vieja Dama”, por su ubicación en el histórico barrio financiero de la Ciudad de Londres, anunció una subida de los tipos de interés de la libra esterlina por primera vez en diez años. Esta subida, del 0,25% al 0,50%, ha sido defendida por el actual gobernador del Banco, Mark Carney, ante el repunte de la inflación en el Reino Unido, que actualmente se sitúa en torno al 3%. Un giro de política monetaria que, sin embargo, no puede calificarse de radical, ya que Carney continuará con su actual programa de QE (Quantitative Easing) o de flexibilización cuantitativa, consistente en la compra masiva de bonos u otros títulos de deuda pública emitidos por los gobiernos y las empresas, con el objetivo generar mayor liquidez en el sistema financiero.

Asimismo, pocos días antes, Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo, anunciaba una política “similar”, pero a la inversa: mantiene los tipos de interés en el 0%, pero reducirá hasta la mitad el importe de su programa de QE, inyectando 30.000 millones de euros mensuales en el mercado de la eurozona. No obstante, para no desalentar a los Estados, amplía sus compras nueve meses más, hasta septiembre de 2018.

A la vista de estas decisiones, resulta evidente que tanto Carney como Draghi pretenden ser lo más prudentes posible, ya que aún existen riesgos que comprometan la senda de crecimiento iniciada en el Reino Unido y en la eurozona. Además, muchos de estos riesgos suelen ser “cisnes negros”, es decir, hechos aleatorios o repentinos muy difíciles de prever, como fue el caso del Brexit en el verano de 2016, que obligó al Banco de Inglaterra a rebajar aún más los tipos de interés, o el reciente conflicto nacionalista de Cataluña, que ya está teniendo un impacto negativo sobre el crecimiento económico de España.

Sin embargo, siendo conscientes de estos riesgos y de otros posibles desequilibrios, cabe preguntarse si estas políticas de “crédito al pánico”, tal y como las denominó el economista Friedrich Hayek, han sido realmente útiles o, si en cambio, genera incentivos perversos en la economía.

En los años 2014 y 2015, la razón principal esgrimida por los defensores del QE y, en definitiva, de las políticas monetarias expansivas, fue que la deflación constituía la prueba de que el consumo y la inversión no estaban creciendo lo suficiente como para lograr la recuperación económica. El problema es que costaba mucho justificar mayores medidas monetarias cuando, en realidad, todos los Bancos Centrales llevaban manteniendo desde hace años unos tipos de interés en mínimos históricos, al tiempo que tanto el gobierno de Reino Unido como el resto de gobiernos europeos han incrementado su gasto público a tasas superiores al 40% del PIB, financiando su creciente volumen deuda en la barra libre de liquidez. Sin embargo, la respuesta de muchos economistas, como Paul Krugman, es que estas políticas expansivas de demanda, lejos de ser un fracaso, es que aún son muy limitadas.

No obstante, es preciso entender el contexto en el que nos encontramos. La economía privada aún está muy endeudada y necesita recapitalizarse gracias al ahorro. Esta es la razón por la que la ligera deflación producida en Europa hace dos años, lejos de ser peligrosa, se configura como el antecedente a un escenario de ahorro e inversión previa que permita incrementar la producción y reducir precios. De este modo, y a pesar de los esfuerzos vehementes por parte de los banqueros centrales, la demanda de crédito sigue sin recuperarse, generándose una espiral de verdadera represión financiera en virtud de la depreciación de las monedas y los tipos de interés bajos, que dificulta aún más el proceso de desapalancamiento de familias y empresas.

En consecuencia, la persistencia en las políticas de crédito al pánico ha conducido a que los mercados comiencen a dudar de la credibilidad de los Bancos Centrales, llevando incluso a algunos economistas como Nouriel Roubini (defensor a ultranza de la escuela neokeynesiana) a hablar de la “nueva anormalidad” de la política monetaria, advirtiendo la divergencia total entre los mercados financieros y la economía real.

Es momento de que los Bancos Centrales sean conscientes de los costes de sus políticas de dinero barato, que han creado una nueva burbuja de deuda pública en gran parte de las economías del mundo. Por poner un ejemplo, sólo en la eurozona, la mayoría de los gobiernos han elevado la deuda pública a tasas que se sitúan entre el 90% y el 100% del PIB.

Las verdaderas reformas aún pendientes deben dirigirse hacia una progresiva liberalización de la economía y a la generación de los incentivos adecuados para que las familias y empresas puedan terminar su saneamiento, iniciando con ello inversiones que sean realmente productivas y consoliden un crecimiento económico sostenible en el largo plazo.

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