Marca de Agua

Cuando Sánchez despertó, el dinosaurio todavía estaba allí

Primer consejo de ministros tenso entre Iglesias y Sánchez por la 'vuelta al cole'
Cuando Sánchez despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
Jose Maria Cuadrado Jimenez

Con la modorra de agosto ahogada en bostezo, ha vuelto el presidente del Gobierno de sus vacaciones frente al embravecido Atlántico y la bucólica marisma, al tiempo que la segunda ola rompía contra toda España. Sánchez se ha despertado de su regalada siesta, pero el dinosaurio sigue aquí. Tan fiero, más temible, más amenazante. El más desbocado de Europa. “Salimos más fuertes”, dijo. Pero aumentan en plena canícula los hospitalizados (ya van por 6.000), los ingresados en las UCI (650) y los contagiados en las residencias de ancianos. También sube el número de muertos. A una semana de empezar el curso escolar, los padres de ocho millones de alumnos no saben qué hacer, porque nadie les dice qué pueden hacer.

España es ese país anómalo de la UE en el que su ministra de Educación aprueba en plena pandemia una nueva ley de Enseñanza con el apoyo de la extrema izquierda pero es incapaz de garantizar el comienzo del curso. Es decir, le preocupa más el afán doctrinario que asegurar el derecho efectivo a la educación. Algo debimos sospechar cuando tampoco fue capaz de clausurar el curso pasado de manera ordenada, provechosa y racional. La gran aportación de señora Celaá fue decretar un aprobado general encubierto e invitar a los gobiernos regionales a hacer lo que les diera la gana con sus competencias, que de las incompetencias se encargaba ella. Celaá da igual importancia al coronavirus que a una plaga de piojos.

Así que la ministra también se fue de vacaciones como si hubiera aprobado todas las asignaturas y en estas llegó septiembre y cada maestrillo autonómico con su librillo mientras en la mayoría de los países vecinos los alumnos ya han vuelto a clase con las ideas bastante claras de cómo reaccionar ante escenarios diferentes. Un gobierno que deja para última hora la apertura de los colegios demuestra sentirse cómodo en una sociedad de analfabetos.

No puede decirse que otros ministros lo hayan hecho mejor durante este mes que termina. El de Justicia, por ejemplo. Su obstinación en no consensuar con el PP las modificaciones legislativas necesarias para facilitar la gestión autonómica ha generado un panorama kafkiano, donde cada juez aplica la Ley de manera dispar. Lo que en una región es legal para atajar le peste, en la vecina atenta contra los derechos constitucionales. La perplejidad del ciudadano, que ya cotiza en máximos históricos, se convierte en escándalo cuando observa que ni la Justicia se pone de acuerdo en cuestión de tanta gravedad. No parece, sin embargo, que tal despropósito haya perturbado el retiro estival del ministro Campo.

Y luego está Marlaska, que a falta de guardias civiles que escabechar anda desaparecido: de no ser por los despliegues policiales que ordenó en Galapagar diríase que abandonó el siglo y se metió a cartujo para salvación de su alma y descanso de la nuestra. Desde luego un monje de clausura no habría estado tan ajeno al incumplimiento de las leyes como ha estado el ministro del Interior. En tanto el país estuvo radicalmente confinado, las fuerzas de seguridad patrullaron con extremado celo, pero en cuanto empezó la desescalada se esfumaron de la plaza pública, de modo que en las noches de jarana juvenil no había parque que se preciara sin botellón multitudinario.

En cuanto al ministro de Sanidad, qué se puede decir que no sature. Hace lo que puede, o sea, nada. Ni siquiera da correctamente las cifras. Es lo que hay. Pero la responsabilidad final no es de Salvador Illa, ni de Marlaska, ni de Campo, ni de Celaá. Ni siquiera a Pablo Iglesias, vicepresidente de Asuntos Sociales y monárquicos, se le puede imputar toda la desidia con que se están gestionando las ayudas e ingresos mínimos para paliar las colas del hambre. Bastante tiene el líder de Podemos con esconderse de las investigaciones judiciales que le persiguen por corrupción.

No, el responsable principal de que España sea el país peor gestionado ante la pandemia se llama Pedro Sánchez. Su única medida real en seis meses fue decretar el estado de alarma y enclaustrar a 46 millones de españoles en sus casas durante 120 días. Y punto. Ha actuado igual que lo haría un señor feudal ante la peste negra o como si gobernara a súbditos de un país del siglo XIII. Expirado el confinamiento, la contribución de Sánchez a contener la pandemia ha sido inexistente cuando no ridícula.

Si la segunda ola ha golpeado mucho antes y con más fuerza de lo previsto por los expertos es porque no ha existido liderazgo ni coordinación en la adopción de medidas, ni claridad en las decisiones ni evaluación realista de los riesgos, no se ha persuadido a los jóvenes de la amenaza y ni siquiera los gobernantes han dado ejemplo en la observancia de las normas. La principal contribución de Sánchez a lo que él llama la “nueva normalidad” ha sido una campaña masiva de propaganda asegurando que salíamos más fuertes. Será por eso que España tiene hoy los hospitales y los cementerios con más sanos de Europa. Menudo curso nos espera.

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