Marca de agua

De cómo el Rey emérito se convirtió en chivo expiatorio

El Rey Juan Carlos, en una imagen de archivo El Rey Juan Carlos, en una imagen de archivo (Foto de ARCHIVO) 8/4/2012
El Rey Juan Carlos, en una imagen de archivo
EUROPA PRESS

Es mucha casualidad que la ofensiva política y mediática contra el Rey emérito estallara en plena pandemia, cuando los ciudadanos empezaban a revolverse en su confinamiento domiciliario y, agotado el buen rollito de los balcones, a señalar al Gobierno como culpable de que España fuera el peor país del mundo en gestionar la crisis sanitaria. El desastre de la desescalada, una sucesión arbitraria de mentiras y de ocultación de muertos, acentuó la desconfianza en Pedro Sánchez, cuyas interminables peroratas por televisión, lejos de tranquilizar, enervaban a la población. Eran las peroratas del apestado. En Moncloa cundió la alarma.

Había que desviar la atención con algo mucho más eficaz que las hilarantes encuestas de Tezanos o la propaganda gubernamental empaquetada como telediarios. Se buscaba algo muy potente capaz de monopolizar las tertulias del 90 por ciento de las televisiones para entretenimiento de una audiencia hastiada del recuento diario de víctimas. Así que la fontanería monclovita, un descomunal ejército de asesores, echó mano de un truco que enseñan en Primero de Políticas: buscar un chivo expiatorio para desviar la atención y atraer como un pararrayos las iras que descargaban sobre el Gobierno.

A Pablo Iglesias le vino Lenin a ver y en bandeja de plata le sirvió a Iván Redondo la reapertura del sumario judicial sobre Corinna Larsen, la cortesana alemana a la que la Justicia suiza investiga por varios delitos económicos, y su peligrosa amistad con el comisario Villarejo. ¡Bingo!, gritaron en Moncloa. Las alusiones al Rey Juan Carlos en las grabaciones realizadas por el policía hoy encarcelado fijaron en el centro de la diana al elefante sobre el que había que disparar.

La pieza a cobrar satisfacía plenamente a podemitas y sanchistas. A los primeros les permitía marcar paquete republicano desde el Gobierno y a los segundos les suministraba morralla argumental para las tertulias desde el desayuno hasta la cena. A ambos, les garantizaba la coartada perfecta de insobornables gobernantes que luchan sin desvelo contra la corrupción y las cloacas del Estado, aunque la epidemia les desborde. A falta de guillotina, nada más progresista que desahuciar a un rey de su palacio y mandarlo fuera de España. Que ese rey haya sido el más importante y provechoso de los últimos trescientos años para la libertad de los españoles es un detalle menor.

No obstante, algunos cabos sueltos inquietaban en Moncloa, pues una cosa es que la Audiencia Nacional reabra el dossier de la trotona Corinna a la luz de los nuevos datos recabados en Suiza y otra bien distinta que el juez implique al Emérito, lo que parece improbable. Era un riesgo que ni Iglesias ni Redondo estaban dispuestos a correr. Así que echaron mano de la gran artillería. Es decir, encargaron a la fiscal general del Estado que ejerciera de fiscala particular del Gobierno y abriera diligencias sobre la presunta implicación de Don Juan Carlos. Para que el trabajo sucio pareciera un accidente, fue inmediatamente asignado a un fiscal del Tribunal Supremo.

Y es aquí donde al Gobierno se le ven sus verdaderas intenciones. El procedimiento judicial lógico y previsible es que la investigación siguiera en manos del juez García Castellón con el apoyo de la fiscalía anticorrupción, de modo que si a su término hubiera indicios de delito, entonces sí debería elevar el sumario a la Sala Segunda del Tribunal Supremo, instancia en la que está aforado el Emérito. Pero al puentear al juez de la Audiencia Nacional, lo que pretende el Gobierno es tener el control absoluto del caso y administrarlo a conveniencia política e ideológica.

Es probable que sea el propio Tribunal Supremo el que desmonte la trapacería de la fiscal privada de Sánchez y devuelva a García Castellón la unidad de investigación, pero mientras tanto el dúo Iglesias-Redondo habrá conseguido sus propósitos, a saber: que se asocie corrupción y Monarquía en el imaginario social, y que no nos merecemos un monarca comisionista mientras millones de españoles padecen miseria y paro.

Lo de menos es que hasta ahora no haya una sola prueba irrefutable contra Don Juan Carlos. Aquí lo relevante es lo que se comadrea en el patio de vecindad de las televisiones, donde se da más crédito a las trapisondas de un policía encarcelado y de una buhonera despechada que a la hoja de servicios de quien hizo posible la democracia en España. Así se diluye el estupor ante la muerte de 45.000 españoles, cifra que el Gobierno procura escamotear por todos los medios, incluso a costa de desviar la atención hacia el Rey emérito y de debilitar a la institución que encarna la Jefatura del Estado. De no haber sobrevenido la pandemia, Don Juan Carlos aún estaría en España.

La ultraizquierda y los separatistas, con la complacencia del sanchismo, han logrado exiliar al Rey padre, como hicieran con su abuelo Alfonso XIII, y ya sólo les queda culminar la labor de zapa para que su hijo Felipe VI le siga los pasos.

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