OPINION

Desembarco de socialistas catalanes en Madrid para pilotar la España confederal

El presidente en funciones, Pedro Sánchez, vota en el Congreso
El presidente en funciones, Pedro Sánchez, vota en el Congreso
EFE

Entre la imagen un tanto circense de Carolina Bescansa amamantando a su bebé en el hemiciclo del Congreso tal día como ayer de 2015 y la de Oriol Junqueras en el mismo escenario recibiendo obsequios, con ademanes de padrino, y  el agasajo de una parte de la Cámara, hay mucha más distancia que los cuatro años transcurridos entre ambas: significan un salto cualitativo y radical, pues mientras la primera imagen era dinamita indignada contra el modelo económico, la segunda anuncia la demolición de la España construida en 1978.

Que la cuestión catalana haya sido la protagonista absoluta de la constitución de las Cortes pone de manifiesto que empieza una legislatura, la XIII, de final de época, un periodo preconstituyente que pondrá punto final a la España de la Transición, a la que descoserán las costuras autonómicas para dar paso a un Estado confederal en el que acampen los independentistas catalanes y vascos con su insomne vigilia independentista.

El PSOE de Pedro Sánchez ya ha dado su conformidad al plan, y el martes votó como un solo hombre a tres catalanes de probadas convicciones confederales para ocupar las más altas magistraturas del Congreso y del Senado: Meritxel Batet, Manuel Cruz y, por si hay dudas, Gerardo Pisarello. Ellos son los llamados a pilotar desde el Legislativo la reforma constitucional que el Gobierno negociará con los separatistas, sobre todo con ERC.

Que la prematura desaparición de Rubalcaba coincida con este triple salto mortal que se dispone a dar el nuevo PSOE se antoja de un simbolismo cegador, aparte de que explica con elocuencia por qué Sánchez escenificó ante el túmulo funerario un capítulo digno de Juego de Tronos. Mientras Rubalcaba, en cuyo epitafio figura ya marmórea la leyenda “Hombre de Estado”, puso en la España autonómica el límite a las aspiraciones nacionalistas, Pedro Sánchez está decidido a desbordarla de la mano de los socialistas catalanes, a los que tanto quiere y tanto debe, empezando por Iceta. En resumen, entre Rubalcaba y Sánchez existe la misma diferencia que entre la Declaración de Granada (2013) y la Declaración de Barcelona (2017): ambas están firmadas por el PSOE, pero ambas son tan incompatibles como lo eran sus respectivos secretarios generales. Veamos por qué.

En la Declaración de Granada, el PSOE se sitúa equidistante entre los que proponen “recentralizar” el Estado autonómico por excesivo y los que pretenden destruirlo por insuficiente. Es decir, aboga por perfeccionar lo pactado hace 40 años pero sin desbordar la unidad de España sobre la que se levanta el edificio constitucional. “El Estado de las Autonomías -se dice textualmente- es en buena medida el fruto de nuestro esfuerzo, y la tarea de hoy es reformarlo, precisamente para salvarlo de las tendencias contrapuestas que lo amenazan”. Y se subraya que esa reforma ha de hacerse con “un nivel de consenso al menos tan amplio como el que hizo posible la Constitución de 1978”.

Bien distintos son el tono y el fondo de la Declaración de Barcelona, especie de pacto con el que Pedro Sánchez pagó a Iceta sus muchos servicios prestados, primero durante la guerra civil socialista del "No es no" (¿Será preciso recordar que Meritxell Batet y Manuel Cruz fueron dos de los quince diputados socialistas que votaron “No” a la investidura de Rajoy en claro desafío al Comité Federal que destituyó a Sánchez?), pero también por su papel clave en la moción de censura. Sin Iceta, su "querido Pedro" se habría disipado como una simple tormenta de verano. A nadie extrañe, por tanto, que el catalán pase una factura tan abultada como los objetivos alcanzados. Do ut des.

Así se explica que el PSOE de Sánchez haya firmado una Declaración que, en síntesis, exige lo siguiente: el reconocimiento de las aspiraciones nacionales de Cataluña, con reflejo expreso en un nuevo Estatuto y en una nueva Constitución (lo que supone de hecho que España desaparezca como nación única e indivisible); crear un Poder Judicial propio de Cataluña y elevar su Tribunal Superior a última instancia jurisdiccional (el Tribunal Supremo quedaría como mera corte de casación; de estar en vigor esta reclamación, a los presuntos golpistas los juzgaría un tribunal en Barcelona cuyos jueces habrían sido elegidos por un Poder Judicial designado por el Parlament); presencia de Cataluña en la Unesco como miembro de pleno derecho; y el rescate, mediante una nueva redacción, de la parte del Estatut que fue anulada por el Tribunal Constitucional.

Naturalmente, la Declaración de Barcelona incluye otras reivindicaciones "nacionalistas" tan características del PSC, como reducir la aportación a la caja común, sustituir las provincias por las veguerías, nuevas y más amplias competencias (Protección Civil, Mutuas, etc) y que la Generalitat pueda arbitrar nuevos impuestos locales. Lo que no logró Pasqual Maragall de Zapatero con sus artes de trilero de las Ramblas, lo ha conseguido Iceta gracias a los deseos de venganza de Pedro Sánchez sobre los barones que le defenestraron. Susana Díaz, García Page, Javier Fernández, Lambán, Fernández Vara…, que pactaron con Rubalcaba la Declaración de Granada, han sido relegados al desván ideológico del PSOE. Quién marca hoy la pauta es Iceta, con el apoyo entusiasta de Francina Armengol, Idoia Mendia y Ximo Puig en días impares.

Este es el nuevo PSOE que este martes empezó en las Cortes la singladura hacia una nueva Constitución con los socialistas catalanes al timón y con el apoyo de la mayoría absoluta del Congreso: una suma elemental revela que hay 198 diputados, desde socialistas hasta bilduetarras, que apoyarán la reforma confederal con el mismo anhelo que si expurgaran la Constitución de ese tufo franquista que los guerracivilistas huelen por todas partes. No tardando mucho, se creará una subcomisión parlamentaria o un artefacto similar para abrir el melón. A continuación, una vez que el Supremo dicte sentencia, Iceta entablará negociaciones con ERC para adelantar las elecciones catalanas que permitan prescindir de Puigdemont y volver a un gobierno tripartito, para pactar fórmulas que atenúen la larga noche penal de Junqueras y compañía, para redactar un nuevo Estatut y, finalmente, para acordar la Constitución del nuevo Estado Confederal. La Monarquía queda para el final. Pero la rueda ha echado a andar.

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