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El Gobierno será rehén de ERC y Bildu mientras no se cambie la ley electoral

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El Gobierno será rehén de ERC y Bildu mientras no se cambie la ley electoral.
EUROPA PRESS - Archivo

El desmesurado protagonismo de los partidos nacionalistas y separatistas en la gobernación de los españoles, que cabría calificar de chantajista y extorsionador si no fuera por la indulgente sumisión de Pedro Sánchez, ha reactivado el debate sobre la ley electoral, promulgada en 1985. La España de entonces tiene poco que ver política y sociológicamente con la de ahora, de ahí que los resultados de unas elecciones generales produzcan situaciones tan esperpénticas como poco democráticas.

De hecho, en España no se cumple la exigencia constitucional de la igualdad de voto: no todos los votos valen lo mismo, lo que significa que los españoles no somos todos iguales a la hora de elegir a sus representantes. Baste un par de ejemplos de los últimos comicios, los de noviembre de 2019. ERC obtuvo 874.859 votos y le correspondieron 13 escaños en el Congreso; Ciudadanos, cosechó 1.650.318 votos, el doble que los separatistas catalanes, pero sólo obtuvo 10 diputados. El PNV, con 379.002 votos, posee 6 escaños; y Bildu, con 277.621 votos, 5 escaños; sin embargo, Más País sólo logró 3 diputados pese a sumar 559.110 sufragios. El colmo del esperpento lo ofrece ¡Teruel existe!, que sacó un escaño con sólo 19.761 votos, mientras que los animalistas del Pacma son extraparlamentarios pese a sus 228.856 votos. La conclusión es que los votantes valemos más o menos según el lugar de empadronamiento, lo que supone una violación flagrante del principio de igualdad.

Naturalmente, los padres de la Constitución no pudieron prever las consecuencias de su generosidad hacia los partidos nacionalistas de entonces, a los que premiaron conscientemente al establecer 52 circunscripciones electorales, en vez de una sola para toda España. A cambio de concesión tan pródiga, se esperaba de los nacionalistas lealtad constitucional, compromiso con España como casa común y complicidad contra los terroristas. La ley electoral, reformada por Felipe González, abundó en esa línea de favorecerlos con una sobrerrepresentación en el Congreso sin sospechar la deriva hacia el separatismo y, menos aún, hacia el golpismo. Claro que el líder socialista tampoco pudo imaginar ni en el peor escenario que sería su propio partido el que acabaría abrazándose a los golpistas y los herederos de ETA.

Lo cierto es que la fragmentación política, puesta de relieve en toda su crudeza por la inédita repetición de dos elecciones generales en apenas siete meses, coloca España al borde de la ingobernabilidad, precisamente en el peor momento de los últimos 60 años, con una crisis sanitaria y económica sin precedentes, pero también con una polarización política que envenena la convivencia y amenaza con romper los pactos constitucionales. Si a ello se le suma la falta de escrúpulos del sanchismo, el resultado no puede ser más negativo: quienes deciden la gobernanza de los españoles son la extrema izquierda y los separatistas.

Es comprensible, pues, que surjan iniciativas cívicas para modificar las normas electorales. No es la primera vez. El último amago de reforma lo hizo en un rapto de lucidez Rodríguez Zapatero, que en 2008 solicitó un informe al Consejo de Estado. Pero con su eficacia habitual, de ahí no pasó. La última propuesta corre a cargo de una plataforma denominada Otra Ley Electoral, que propugna un cambio de la Constitución para solventar de raíz el problema. Tal vez sea lo deseable, pero no lo más práctico: una reforma constitucional es hoy inviable.

Pero sí hay fórmulas intermedias que, sin tocar la Constitución, permiten reformar la ley por mayoría absoluta, lo que es muy fácil con el consenso de al menos los dos grandes partidos, PP y PSOE. Cierto es que los sanchistas no harán nada que incomode al Frankenstein con el que gobiernan, por eso recae en el centroderecha la responsabilidad de recoger e impulsar las iniciativas ciudadanas que propugnan cambios electorales realistas y de pronta aplicación.

La mayoría de los expertos coinciden en que habría mayor respeto al principio de igualdad de sufragio con tres simples modificaciones: que el Congreso pasara de 350 a 400 diputados; que la representación mínima de cada provincia, fijada en dos escaños, sea rebajada a uno; y un retoque e incluso una sustitución del método D’Hondt por otro de los utilizados en las democracias occidentales.

Con el aumento del número de diputados a 400, los escaños a repartir entre las diferentes circunscripciones redundaría en beneficio de las más pobladas, ahora infrarrepresentadas, y en un incremento general de la proporcionalidad del sistema electoral. Si lo que se busca es gobernabilidad sin ceder al chantaje de las minorías radicales, la fórmula idónea sería la de primar al partido más votado con esos 50 diputados extras, como se hace en otros países.

En cuanto a la reducción del mínimo provincial a un diputado, se aumentaría así la magnitud de las más pobladas y, por tanto, mejoraría la proporcionalidad. En la misma línea caben otros mecanismos, como sustituir el actual reparto de escaños basada en los restos, de modo que los cientos de miles de votos que carecen de eficacia alguna se contabilicen a nivel nacional para la asignación de escaños específicos como si se tratara de una circunscripción única.

No es ésta una empresa fácil, desde luego, y son diversas las opciones que admite, pero sí existe cierta unanimidad en la sociedad española a la hora de apreciar que algo importante está fallando cuando quienes determinan su gobierno son los principales enemigos de la Constitución.

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