OPINION

El señuelo del "gobierno progresista" que todos se tragaron

sanchez e iglesias
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Europa Press

En el principio fue la mentira. Y sobre esa mentira, cien veces repetida, Pedro Sánchez ha urdido toda su estrategia política para desembocar en las elecciones del 10 de noviembre. No es verdad, como proclamó la misma noche del 28 de abril, que el veredicto de las urnas hubiera sido la formación de un “gobierno progresista” sí o sí. No es verdad que los ciudadanos hubieran señalado con su voto qué la única alianza posible era la del PSOE y Podemos. No es verdad, en suma, que el presidente en funciones haya intentado por todos los medios evitar unas nuevas elecciones: siempre las quiso por puro oportunismo político.

Resulta sorprendente que Pablo Casado, un político perspicaz, y Albert Rivera, curtido ya en mil batallas, se tragaran el anzuelo del “gobierno progresista” y dejaran que Sánchez lo elevara a categoría de mantra sin desvelar la impostura. Sobre todo, el líder de Ciudadanos, que cuando menos debería haber reivindicado su propia cosecha electoral, nada desdeñable.

En efecto, los votantes dijeron el 28 de abril que preferían al líder del PSOE como gobernante, pero no en solitario sino con apoyo o en coalición. Ante Sánchez se abrían al menos tres opciones, todas ellas legítimas: una gran coalición con el PP, que sumaría 189 diputados; un pacto con Ciudadanos, con el respaldo de 180 señorías; y una coalición/alianza con Podemos, insuficiente y muy alejada de la mayoría absoluta. La gran coalición tenía el inconveniente de que al padre del “No es no” podría causarle daños anímicos irreversibles; la alianza con el “socio preferente” se convirtió pronto en un ejercicio de sadismo político sobre Iglesias. Por tanto, la única opción con posibilidades reales era la de PSOE-Ciudadanos, que gozaba de respaldo parlamentario suficiente. ¿Por qué Pedro Sánchez la despreció desde el minuto uno? O mejor aún, ¿por qué la sepultó bajo la hojarasca de un “gobierno progresista” supuestamente demandado por los votantes? Son preguntas que el candidato socialista debería responder antes del 10 de noviembre para que los ciudadanos sepan a qué atenerse.

Mientras llega ese día, conviene desvelar los motivos inconfesados por los que el encargo del Rey cayó en barbecho y el candidato rehusó presidir el gobierno sólido, estable y moderado que ahora reclama a los electores, y que podría haberlo formado con Albert Rivera para tranquilidad de unos ciudadanos demasiado hartos de ser utilizados por los tramperos de la política.

Es evidente que un acuerdo de Sánchez con Rivera colocaba a Pablo Iglesias como amo y señor a la izquierda del PSOE, papel que el podemita desempeña con habilidad no sólo por sus dotes populistas, sino también por su capacidad de interlocución con los golpistas y separatistas catalanes, los nacionalistas y los proetarras. Dejarle a Iglesias el campo libre ante la sentencia del “proces” provocaba pánico cerval en Moncloa. Pero, además, darle la baza de la oposición ante la crisis económica que se vislumbra, suscitaba terror en Ferraz.

Otro “inconveniente” para el PSOE de un gobierno con Rivera es que la figura del liberal se reforzaría ante la opinión pública con la solidez del gobernante y la fiabilidad del dirigente moderado. O sea, Ciudadanos crecería hacia la derecha, pero también, y sobre todo, hacia esa socialdemocracia que detesta las aventuras del socialismo rancio y los coqueteos federalistas. Dicho de otro modo, Rivera se consolidaría como la gran amenaza electoral del PSOE más allá del papel que pudiera jugar el PP de Pablo Casado.

En conclusión, si los españoles son convocados a las urnas el 10 de noviembre no se debe a causas insuperables, sino a un puro cálculo electoralista del político que llegó al Gobierno de España por la puerta de atrás de la moción de censura y desde entonces actúa desde el oportunismo, la desconfianza y la demagogia. ¿Quién ha de extrañarse que la segunda preocupación de los españoles sea, a muy poca distancia del paro, el politiqueo ventajista y estéril?

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