OPINION

Ensayo general del fin del mundo dirigido por Berlanga

Pedro Sánchez, presidente del Gobierno
Pedro Sánchez, presidente del Gobierno
Efe

Todas las epidemias se parecen, lo único que cambia es el modo de hacerles frente. La gestión de Pedro Sánchez ha recorrido aplicadamente todas las fases de la chapuza: empezó con la desidia de quien desprecia cuanto ignora y el 8-M jaleó masivas manifestaciones feministas en plena explosión vírica; siguió con la galbana de quien arrastra los pies ante una responsabilidad incómoda; y ha terminado con un caótico plan que parece un ensayo general del fin del mundo, pero dirigido por Berlanga con guion de Santiago Segura.

Si la estatura de un dirigente político se mide en los momentos de crisis, no parece que Sánchez haya dado la talla. Su gestión ha sido propia de un auxiliar administrativo, no de un líder fiable. Tampoco cabía esperar otra cosa. Hace ya tiempo que del dirigente socialista no se fía nadie. Y en tiempos de peste, menos que nadie.

¿Cómo confiar en un presidente que oculta el contagio de su mujer justo hasta no concluir su comparecencia pública en el “prime time” del sábado 14 de marzo? ¿Cómo confiar en un Gobierno de dos cabezas que presiden un Consejo de Ministros cuando deberían observar estricta cuarentena porque sus parejas están infectadas? “#Este virus lo paramos unidos”, dice el eslogan de Moncloa, y concreta: “Lo paramos cuando te reúnes por videoconferencia”. ¿Cómo confiar, entonces? Cuando los gobernantes incumplen sus propias normas, pierden toda autoridad moral.

Los ciudadanos dieron en sospechar de la eficacia del Camarote Sánchez-Iglesias cuando un presidente autonómico tras otro tomaron graves decisiones que por su trascendencia excedían el ámbito regional. Al lado de Pedro Sánchez, Díaz Ayuso parecía Margaret Thatcher, y Martínez Almeida pasaba por Churchill. Mientras socialistas y podemitas se disputaban la gestión de la alarma, Urkullu se adelantó a decretar la emergencia y, como guinda del pastel, Torra declaró en la propia cara de Moncloa la independencia de Cataluña para que ningún español pudiera infectar el sagrado solar de la republiqueta. Confinar nada menos que la primera región económica de España a espaldas del Gobierno y a pocas horas de decretarse el Estado de Alarma es una humillación que sólo alguien como Pedro Sánchez puede aceptar con mansedumbre lanar.

Cuando tú asumes, apoyado en la Constitución, el timón de la crisis, no puedes tolerar que reyezuelos regionales con ínfulas te dicten lo que se debe o no se debe hacer, porque lo que está en juego es la salud de todos los españoles. Torra ha pasado de la independencia unilateral al confinamiento unilateral y ha tenido la humorada de pedirle ayuda a Sánchez. Concentrar en las manos del ministro Marlaska el mando de todas las policías, incluidas la vasca y la catalana, es en boca de Sánchez mera retórica, pura farsa, mueca de leguleyo: desde el sábado los mossos controlan los accesos a Cataluña atendiendo a las órdenes exclusivas de Torra.

No debería extrañarnos, sin embargo, que el Estado haya brillado por su ausencia, también esta vez, allí donde y cuando era más necesario. El día en que el Gobierno socialista entregó las calles, carreteras y autopistas, incluidas las estatales, a las turbas separatistas, sin mover un solo dedo para restablecer la ley, ese mismo día el Estado perdió toda autoridad moral y legal en Cataluña. Y todo ello por no enemistar al puñado de votos que sostienen a Sánchez en el poder.

En esas estamos. Encerrados en casa, los españoles combaten la sensación de orfandad, el hastío y la ansiedad con una explosión de memes que lleva a preguntarnos cómo sería de miserable nuestra existencia sin whatsapp, twitter o facebook. El humor nos salva de la ineptitud gobernante e incluso de nosotros mismos. Con los miles de memes, videos, audios, montajes y bromas que inundan estos días nuestros teléfonos se puede radiografiar la encarnadura moral de la sociedad española y censar sus filias y fobias.

De todas las conclusiones que pueden entresacarse, quizá la más chispeante es que, si este país aún se mantiene en pie se debe, sanitarios aparte, a los reponedores de Mercadona, elevados a la categoría de héroes por una sociedad confinada, atónita y descreída, pero que no ha perdido el apetito ni su misteriosa atracción por el papel higiénico. Tal vez lo único que ya vertebre España sea, precisamente, Mercadona. Al menos tiene un presidente que fue el primero en dar la cara para tranquilizar a los ciudadanos cuando el del Gobierno se escondía en un ominoso silencio.

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