OPINION

¿Qué parte de la pedorreta aún no ha entendido Iglesias?

Pablo Iglesias
Pablo Iglesias
EFE

Es afirmación comúnmente aceptada que en España no hay nada más permanente que lo provisional, así que a nadie debería extrañarle que Pedro Sánchez, cuya biografía política es una antología de lo provisional, se eternice en la Moncloa tras haber llegado como inquilino accidental. Su especialidad es mantener el equilibrio en la cuerda floja y flotar sobre lo transitorio. Es el paradigma político de una sociedad líquida. Si por él fuera seguiría como presidente en funciones los próximos ocho años, con el mismo cuajo que ha gobernado los últimos doce meses.

Sorprende que Pablo Iglesias, observador sagaz, no haya reparado en esta cualidad innata de Sánchez pese a haberse reunido con él hasta en cinco ocasiones desde las elecciones generales. ¿Qué parte de la pedorreta aún no ha entendido Iglesias? ¿Es tan difícil entender que el ecosistema sanchista es la mayoría frankenstein de la moción de censura y no gobiernos de coalición?

La lógica matemática del presidente en funciones es bien simple: si pude derrocar a Rajoy y gobernar durante nueve meses con 85 diputados, ¿cómo no voy a seguir haciéndolo con 123 diputados? Más aún, si no quise hacer ministro a Iglesias cuando Podemos tenía 71 diputados, ¿cómo voy a hacerlo ahora que ha bajado a 42? Sólo Albert Rivera pareció percatarse de la intención de Sánchez con sus cinco rondas negociadoras, que no era la de llegar a pactos de gobierno sino la de escenificar una especie de consultorio de la Señorita Pepis para distraer al respetable, desnudar a Ciudadanos y humillar a Podemos.

Esto último ha sido especialmente sangrante para Iglesias, reducido a mera comparsa con el agravante de desprecio. Dicen en Ferraz que Sánchez se ha cobrado así la venganza que alimentaba desde hace cuatro años contra el podemita, al que culpó de haber frustrado su investidura tras las elecciones de 2015 con aquella retahíla de exigencias descabelladas (vicepresidencia, varios ministerios, CNI, RTVE, etc.) y, como consecuencia de aquel fiasco, de haber sido expulsado de la secretaría general del PSOE. Dos heridas demasiado profundas que ahora el Renacido se ha lavado con la sangre de la revancha.

Además, lo que más le apetece a Pedro Sánchez y a su gurú de cabecera, Iván Redondo, es precisamente volver a las urnas para engrosar su escuálida mayoría parlamentaria, hundir aún más a Podemos como socio preferente y debilitar a Ciudadanos, de forma que el PSOE ensancharía su base electoral a izquierda y derecha impulsado por ese motor político que se llama voto útil. Con una bancada entorno a los 150 diputados, Sánchez se garantizaría una cómoda gobernación pastoreando a populistas, separatistas y nacionalistas con sólo agitar el espantajo de la derecha y del 155.

En Moncloa están persuadidos de que también Pablo Casado anhela secretamente la repetición de elecciones. La pésima gestión que Vox está haciendo de los pactos en Madrid y Murcia ha puesto en evidencia su inmadurez política y su poca fiabilidad a ojos de sus propios votantes. El equipo de Abascal está perdiendo ese voto de confianza que millones de ciudadanos le prestaron, no tanto por sus supuestos méritos, como por castigar al PP. Pero da la impresión de que el remedio ha sido peor que la enfermedad. Por eso en el PP ven en la repetición electoral una magnífica oportunidad de recuperar el voto perdido a la derecha y de aumentar la distancia con Ciudadanos. Con una fuerza parlamentaria entorno a los 120 diputados, Pablo Casado dispondría de cuatro años cómodos para consolidar su liderazgo en el centroderecha, rehabilitar la unidad de un partido hecho girones y disputar el gobierno a la izquierda con muchas garantías de éxito.

En conclusión, si PSOE y PP ven con simpatía volver a las urnas en noviembre, ¿quién o qué lo impedirá? Es verdad que en política no hay que fiarse ni de la ley de la gravedad, pero el principio de la realidad acaba finalmente imponiéndose. Y la realidad es que el bipartidismo está volviendo con fuerza.

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