OPINION

El triple salto mortal (sin red) de la banca española

Andrea Enria
Andrea Enria
Efe

La banca española es como ese alumno incomprendido que no entiende por qué el profesor le saca siempre al estrado para demostrar ante el resto de la clase que no termina de aprenderse bien la lección. Después de haber pasado horas de insomnio para superar los más exigentes exámenes y cuando el resto de los colegas vienen disfrutando de no pocas bulas e indulgencias, los supervisores del Banco de España han vuelto ahora a la carga para atacar la fibra más sensible de cualquier sociedad cotizada en bolsa y que no es otra que el reparto del dividendo. ¿A qué se deberá tan pertinaz campaña? se preguntan las entidades financieras. La respuesta, poesía eres tú que diría Gustavo Adolfo Bécquer, se puede encontrar fácilmente en los propios balances de los bancos españoles que, a pesar de todos los pesares, “siguen muy cortos de capital”, como denuncian desde el Banco Central Europeo (BCE).

Las autoridades de Fráncfort están claramente detrás de las intervenciones públicas y privadas de sus corresponsales en nuestro país y, en especial, de Margarita Delgado, la ‘seño’ como algunos banqueros de primera fila denominan a la subgobernadora del Banco de España, no tanto en términos peyorativos, sino para testimoniar la potestad que emana de sus repetidos avisos a los navegantes del sistema financiero. Otra cosa distinta es que los destinatarios del mensaje prefieran darse mus mientras sus representantes patronales de la Asociación Española de Banca (AEB) emiten la consabida e instantánea protesta contra esa enésima reválida a la que ahora se pretende someter al sistema financiero español.

Analizando las posiciones encontradas del regulador y sus regulados se percibe el vértigo de haber llegado a la cumbre de una singular torre de Babel en la que no cabe ninguna posibilidad de acuerdo capaz de estimular el ánimo de los accionistas. La confrontación es altamente perniciosa y se puede comprobar en esa esclerosis crónica que padecen las entidades financieras en su cotización bursátil. La capitalización por debajo del valor en libros se ha convertido en una pandemia que evidencia dos graves síntomas para la credibilidad y el desarrollo corporativo de los bancos españoles. Por un lado, está claro que el mercado no se cree para nada lo que muestran los estados financieros. En caso contrario, si hubiese que atender a pies juntillas lo que dice la contabilidad sería más cabal concluir que sólo la venta troceada por partes permite reconocer la valoración conjunta que los inversores se niegan a admitir en bolsa.

Las entidades de crédito se enfrentan, en suma, a un problema de desconfianza generalizada que altera las relaciones con los depositantes y ahorradores, pero también con los accionistas y que se ve agravado por la presión de unos reguladores que no terminan de sacudirse los fantasmas derivados de la gran crisis financiera. El juicio para sustanciar las responsabilidades penales de la salida a bolsa de Bankia está haciendo un enorme daño al sistema financiero español, más si cabe teniendo en cuenta que el Tribunal Supremo ya dilucidó en 2016 el procedimiento civil declarando las irregularidades contables que obligaron a la entidad nacionalizada a pagar las debidas compensaciones a los minoritarios. Tres años después, el desfile por la Audiencia de ilustres imputados, amén de otros testigos de excepción, incluyendo primeras figuras políticas de ayer y hoy, no ha hecho sino inflamar los rescoldos de un incendio que se suponía extinguido tras el manguerazo del rescate bancario.

La intervención de la economía española y los ingentes esfuerzos de recuperación que han roto los viejos esquemas de la convivencia política y ciudadana deberían haber servido para algo más que señalar con el dedo a la banca como el chivo expiatorio de cualquier reivindicación de carácter social. Mantener a las entidades financieras en lo alto de un cadalso revolucionario no tiene sentido a no ser que existan intereses poco nobles dispuestos a pasar al cobro viejas facturas. La banca está avanzando en un proceso de selección darwiniana que tiene todavía algún eslabón perdido, como ha demostrado el fiasco de la fusión entre Unicaja y Liberbank esta misma semana, pero que, en términos generales, ha fortalecido la posición de sus más distinguidos representantes dentro de un programa de rotación activa que se traduce en una permanente reestructuración interna.

Los casos del Banco Santander con el segundo ajuste desde la compra del Banco Popular; esta vez hasta 3.700 empleos y casi 1.200 oficinas o de Caixabank y su ERE de 2.000 trabajadores, muestran el devenir de un sector en constante régimen de adelgazamiento. Se acabó el mantra de que España era un país de bares y sucursales bancarias. Al menos en lo que concierne al mercado financiero los vientos de la crisis se han llevado por delante la mitad de las oficinas que poblaban la geografía nacional hace una década. La reconversión bancaria sólo tiene antecedentes a estos niveles en la demolición industrial que llevó a cabo el Gobierno de Felipe González hace más de treinta años y que provocó la desaparición de los viejos y sobredimensionados sectores de cabecera que habían soportado el desarrollo del país en los denostados años de la oprobiosa.

El drama para los bancos es que, a pesar de todos los pesares, siguen siendo reos de sus pecados originales en una sociedad que todavía respira por la herida de la gran recesión y dentro de un entorno monetario de tipos planos que mortifica cualquier expectativa de negocio. Baste con señalar que la rentabilidad que sacan las entidades financieras a sus recursos propios se mueve actualmente en un escaso 7%, una relación muy inferior al coste del capital que está situado en el 10%. Pedirle a la banca en estas condiciones y con sus ramplonas cotizaciones en bolsa que aborde nuevos procesos de capitalización sin pagar dividendo es lo más parecido a un triple salto mortal sin red que nadie en su sano juicio se atrevería a intentar. De ahí que todos a una traten de hacerse los remolones ante los cantos de esa sirena que llegan de Fráncfort.

La estrategia en los cuarteles generales de las principales entidades financieras consiste a día de hoy en esperar y ver, una política que las autoridades de competencia podrían considerar como otro elemento puro y duro de concertación en el mercado de crédito, pero que viene dada por la propia tensión regulatoria que, en mayor o menor medida, afecta a todos los agentes del sector. Grandes, medianos y pequeños están amenazados por la misma espada de Damocles, pero todos ellos mantienen por igual la esperanza en los nuevos modelos internos de gestión que el Mecanismo Europeo de Supervisión (MUS) tiene que hacer públicos más pronto que tarde y que supondrán un respiro para las cuentas de resultados de los bancos españoles.

Los vigilantes de la playa financiera del propio BCE, dirigidos por el italiano Andrea Enria, están manejando unos estándares de control que contienen un tratamiento bastante más llevadero que el adoptado en España para los célebres APRs. La cobertura y provisión de los activos ponderados por riesgo constituye la raíz más profunda del déficit de capital que se imputa a los bancos españoles y el mero hecho de adaptar la nueva normativa servirá para aflojar el dogal sin necesidad de apelar a los accionistas en busca de fondos frescos. La batalla de los bancos con los reguladores se desarrolla dentro de lo que podríamos denominar un juego a la contra, a ver quién es capaz de aguantar más y mejor el tirón. A simple vista podría decirse que es la historia de siempre, sólo que esta vez se produce tras el precedente de una crisis que ha dejado al sector tiritando y con un mercado financiero en el que todavía hace mucho frío.

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