OPINION

El viaje liberalizador (a todo tren) de un gobierno progresista de izquierdas

José Luis Ábalos y Pedro Sánchez en el AVE de Granada
José Luis Ábalos y Pedro Sánchez en el AVE de Granada
Europa Press

El Ministerio de Fomento ha conseguido salvar la cara después de que Adif, el Administrador de Infraestructuras Ferroviarias, encontrase a última hora, en el tiempo de descuento, dos ofertas que se habían quedado traspapeladas en las bases informáticas del concurso abierto para introducir nueva competencia en el goloso negocio del AVE. Con sendas propuestas se rellena y maquilla al mismo tiempo un expediente que está claramente dominado por las grandes operadoras estatales extranjeras, las más interesadas desde hace años en buscar las cosquillas a Renfe, aprovechando el síndrome de Bruselas que hace de nuestro país el más devoto seguidor del credo liberalizador en toda Europa.

Ni los últimos gobiernos en funciones ni aquellos otros que les precedieron con mayorías parlamentarias mucho más estables se han preocupado de exigir un marco normativo de carácter recíproco que asegure la apertura de mercados cautivos dentro de los grandes Estados miembros de la Unión. Es así como las grandes naciones de Europa; Alemania, Francia e Italia principalmente, han ido alimentando la creación de emblemáticos colosos empresariales que campan por sus respetos sin ninguna competencia que les pueda hacer frente. El denostado proteccionismo de Donald Trump tiene, en definitiva, un importante espejo donde mirarse a este lado del Atlántico.

Las multinacionales patrias, vampirizadas algunas de ellas por sus contrapartes europeos, consiguieron levantar a duras penas el pabellón español tras un largo y tormentoso viaje por las Américas. Dentro del Viejo Continente las oportunidades de crecimiento han sido mínimas y las que se han producido han terminado sucumbiendo ante las presiones de unos reguladores caseros, cuya misión no es otra que defender la posición dominante de los operadores locales. España ha hecho el primo en Europa en su afán por convertirse en un alumno disciplinado de los postulados comunitarios. Una política iniciada hace treinta años con el desmantelamiento de la autárquica industria de cabecera y que se prolongó desde la frontera del nuevo siglo hasta nuestros días con la puesta en almoneda de los grandes servicios públicos.

A cambio de tan sumisa disposición España obtuvo cuantiosos fondos estructurales en una proporción muy superior a nuestra aportación al presupuesto comunitario. Durante los primeros 25 años de integración a la Unión Europea nuestro país obtuvo un saldo positivo de casi 100.000 millones de euros. Un excedente mastodóntico que se destinó en buena parte a modernizar las infraestructuras del país, alimentando un modelo de negocio ejemplar por su origen y naturaleza pero que fue corrompiéndose con el tiempo a base de mezclar los intereses públicos y privados. El resultado, aparte de los procesos abiertos en la Audiencia Nacional o las innumerables denuncias anticártel de las autoridades de Competencia, ha generado una cultura de gasto ineficiente que ha dejado tambaleada toda la economía nacional.

En el caso de la Alta Velocidad, la tela de araña tejida a partir del corredor Madrid-Sevilla inaugurado con los fastos del año 92 se ha extendido a lo largo de más de 3.200 kilómetros haciendo las delicias de múltiples adjudicatarios, pero poniendo también de los nervios a la mismísima Angela Merkel cuando visitó España a principios de 2011. La canciller no daba crédito a la disposición de una red ferroviaria que dobla en extensión a la de Alemania y en la que se han invertido más de 51.000 millones de euros, muchos de ellos a mayor gloria de ilustres políticos ansiosos por cortar cintas con sus paisanos y demás deudos agradecidos. Así se explica que a día de hoy Adif tenga que reconocer un agujero financiero de 18.000 millones de euros como entidad encargada de gestionar el AVE más infrautilizado del mundo.

El ejemplo del Reino Unido, un fiasco en toda regla

Bajo este punto de vista, la liberalización ferroviaria constituye la huida adelante emprendida para sanear un sistema que nunca será rentable en manos del monopolio de Renfe. Por muchos cánones que el dueño de la infraestructura imponga a su hermana operadora la experiencia ha demostrado la inviabilidad del modelo económico. Visto lo cual, el ministro Ábalos, mucho más entretenido en las negociaciones de coalición con Podemos, ha tirado por la calle de en medio, abriendo de par en par las puertas del ferrocarril en España y apelando al viejo cuento de la lechera, en virtud del cual la mayor competencia deberá traducirse en una reducción de costes y mejores precios para el usuario.

Precisamente eso es justo lo contrario de lo que está ocurriendo en otros países que llevan décadas con el mismo experimento. Baste con fijarse en el Reino Unido, donde la entrada de nuevos competidores sólo ha servido para que los grandes rivales estatales de toda Europa se repartan los despojos del negocio después de que los originales adjudicatarios privados hayan tenido que tirar la toalla ante la escasa rentabilidad de sus proyectos. Algo de eso se barrunta detrás del complejo y acelerado programa adoptado en España, donde todos los ofertantes han tenido que ajustar sus planes sin conocer siquiera aspectos elementales del negocio, como son la carencia de maquinistas, los problemas de reparación y mantenimiento y, sobre todo, la capacidad para disponer de trenes a la vuelta de un año escaso.

Los operadores extranjeros tienen todas las de ganar ya que sólo ellos cuentan con material rodante para garantizar el servicio. Los demás candidatos actuarán como simples consortes, encargados de españolizar las propuestas de las grandes multinacionales foráneas. Si acaso Talgo, accionista minoritario de un proyecto encabezado por antiguos socios de Lehman Brothers, cuenta con posibilidades de acoplarse como vagón de cola a un AVE cuyas locomotoras serán la SNCF y Trenitalia. Los dos ‘national champions’ de Francia e Italia van a desafiar el monopolio de Renfe convirtiendo la onerosa Alta Velocidad Española en el escenario de una carrera entre compañías históricamente respaldadas con las muletas de sus respectivos Estados. Todo sea en nombre de la sagrada competencia en Europa aunque, la verdad, para ese viaje no hacía falta ir a todo tren con un Gobierno que se dice progresista de izquierdas.

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