OPINION

La banca en el laberinto, antes morir que perder la vida en el intento

Mario Draghi y Cristina Lagarde./EFE
Mario Draghi y Cristina Lagarde./EFE

Antes de que arreciase en España la gran crisis financiera, incluso cuando nadie se atrevía a ponerle el cascabel a las viejas y luego denigradas cajas de ahorros, los más avezados banqueros del país alertaban a quienes quisieran oírlos con la advertencia de que el sistema crediticio no podía permitirse el lujo de 45 entidades de crédito poblando el territorio nacional con una clara vocación de servicio feudal. La misma letanía y las mismas voces autorizadas repiten ahora que el mercado tampoco está en condiciones de asimilar a día de hoy la existencia de cinco grandes grupos financieros remangados a nivel global en abierta competencia.

Al margen de la insoportable levedad en la que se desarrollan los proyectos de los bancos más pequeños que todavía conservan la herencia fundacional de las antiguas entidades confederadas, los fundamentos del negocio bancario exigen un proceso de adaptación al cambio que va a obligar, más pronto que tarde, a una segunda reconversión de todo el sector. Los datos que manejan los analistas son escalofriantes y se resumen básicamente en un ajuste de capacidad del 30%, lo que en términos laborales implica unos excedentes de 60.000 personas. Si a ello se añaden los 90.000 empleos destruidos hasta la fecha estamos hablando de un descalabro de 150.000 trabajadores o, lo que es igual, la mitad de toda la fuerza laboral que tenía la industria bancaria española hace diez años.

Es impensable que estas cifras, por muy elocuentes que parezcan, vayan a impulsar una ronda de fusiones dentro del mercado financiero, tal y como pide el Banco de España. La posibilidad de que los grandes banqueros se pongan de acuerdo para encarar el más incierto futuro es equivalente a la que evidencian los ínclitos políticos para llegar a un mínimo entendimiento sobre la gobernabilidad de España. La coalición o cooperación de intereses en nuestro país sólo puede construirse sobre los despojos del vencido y pobre de aquel que se atreva a zambullirse en un baño de realidad dando un paso al frente para buscar una salida consensuada. Los pactos de mutuo acuerdo han sido sustituidos por los tratados de paz, en los que el vencedor siempre impone condiciones draconianas, de modo que una vez enfrentados a la batalla siempre es preferible morir despacio antes que perder de golpe la vida en el intento.

A diferencia de los representantes de los partidos que se reparten el bacalao consigo mismos y siempre encuentran un motivo para lavar su derrota en una nueva oportunidad o consulta electoral, el drama de las entidades financieras reside en que nada ni nadie puede socorrerles ante un enemigo tan poderoso como es la propia entidad reguladora de la que depende su actividad mercantil. Los bancos centrales han desamparado a sus regulados, dejando que cada cual se ahorque con su propia soga en una especie de justicia poética por su irresponsabilidad social corporativa de tiempos pasados, cuando el negocio de la usura garantizaba de largo el valor para el accionista y elevaba a la enésima potencia el consiguiente enriquecimiento de sus menestrales ejecutivos.

El Banco Central Europeo (BCE) se ha cargado el secular modelo de negocio a base de reducir el precio del dinero por debajo incluso de la zona cero. La materia prima con la que trabajan los bancos no vale nada hoy en día y así es imposible atisbar un resquicio de rentabilidad que permita sostener estructuras empresariales de la vieja época imperial. Mario Draghi ha escrito golpe a golpe y verso a verso el guion de una política claramente marcada por el temor a un nuevo estallido de la burbuja de bonos corporativos y préstamos institucionales apalancados. Un leviatán que triplica el PIB planetario y tiene acogotados a los máximos responsables monetarios del mundo mundial.

Víctima propiciatoria de la nueva glaciación económica

Los prolegómenos de los años 20 están marcados a sangre y fuego por la maldita experiencia de la pasada década, donde las hipotecas subprime de entonces han sido sustituidas por la deuda institucional que los distintos Estados han tenido que asumir para restaurar sus deterioradas despensas nacionales. De ahí el proselitismo de las autoridades de Fráncfort y los sucesivos gritos de socorro de los mandatarios del BCE en busca de medidas fiscales que complementen la tarea de saneamiento. De lo contrario, la banca comercial se convertirá en la víctima propiciatoria de la actual glaciación económica como ya ocurriera en la segunda mitad del siglo XIX, cuando la revolución industrial redujo los costes de producción provocando un ciclo intenso y generalizado de deflación y bajo crecimiento.

La historia vuelve a repetirse con el agravante de que las entidades financieras están ahora atrapadas entre la espada de una transformación tecnológica imparable y la pared de una regulación cada vez más estricta. El miedo de los supervisores es mayor que el ánimo de redención de los bancos, cuya capacidad de influencia en los poderes públicos no es suficiente para poner puertas al campo que impidan la entrada de nuevos y más sofisticados agentes financieros. No sólo son las fintech las que amenazan al otro lado de la cerca, sino también las grandes empresas de servicios públicos que han descubierto la piedra filosofal del big data para poner en valor sus bases de clientes y lanzarse desde su particular charca al gran estanque de la desintermediación bancaria.

La furibunda competencia se ha transformado en una discriminación negativa para las entidades clásicas, obligadas a cumplir los requerimientos cada vez más estrictos de los distintos organismos supervisores. No queda más remedio que cambiar el paso, buscando nuevas vetas de negocio que serían fáciles de encontrar en cualquier manual del sector, pero que en España requieren de una previa revolución cultural que puede resultar especialmente sangrante tanto para el ciudadano de a pie como para el político de turno.

Elevar las comisiones o cobrar por el mantenimiento de los depósitos al igual que se hace con la custodia de las acciones o de otros títulos valores es una tentación recurrente para los grandes banqueros españoles que vienen desde hace meses dándole vueltas al asunto. No obstante, de momento, la aplicación práctica de estas medidas es algo que no se le ocurre ni al que asó la manteca. Sería lo último que un Gobierno progresista de izquierdas estaría dispuesto a admitir. Y no digamos ya si quien llega a La Moncloa es una derecha liberal a la par que conservadora. La banca española, como Alicia en el cuento, está condenada a vivir dentro del laberinto. En el pecado lleva la penitencia.

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