OPINION

La exhumación de Franco y la tumba de Cataluña

Metralleta coche Sánchez en Barcelona
Metralleta coche Sánchez en Barcelona

‘Ciudad incendiada, legislatura terminada’. En el mundo empresarial barcelonés, tan parco en palabras como categórico en su pragmatismo, no escatiman esfuerzos a la hora de explicitar de manera concisa y directa la magnitud del problema que se vive en Cataluña y la necesidad de poner una solución definitiva a los desmanes. La convocatoria de elecciones autonómicas anticipadas se vislumbra como la única alternativa válida si verdaderamente se pretende establecer un marco de diálogo con el Gobierno central y el resto de formaciones políticas. De lo contrario, el león herido del independentismo seguirá lanzando los más peligrosos zarpazos hasta los últimos estertores de su interminable e infame agonía.

La desesperación que se ha apoderado de la burguesía financiera catalana sólo es comparable con la ilusión que muestran sus más ilustres representantes por un nuevo reparto de fuerzas que haga saltar por los aires la actual configuración del Parlament de Cataluña. Un escenario que, en todo caso, no podrá desplegarse hasta que se constituyan las nuevas Cortes Generales en Madrid tras las elecciones del 10 de noviembre. Pese a estos condicionantes temporales y la incertidumbre que impone la política nacional, los poderes fácticos regionales no se recatan en concentrar desde este mismo instante todas sus apuestas en torno a la opción que ofrece Esquerra Republicana de Cataluña (ERC) de la mano del emergente vicepresidente de la Generalitat, Pere Aragonès.

En el país de los ciegos el tuerto es el rey y en Cataluña no sólo las organizaciones empresariales sino también los antiguos sindicatos de clase están hartos de ver cómo el separatismo ha usurpado las expectativas nacionalistas legitimadas por la Constitución de 1978. Probablemente, los agentes sociales tengan también mucho que ver con esa cobardía institucional que ha inflamado estos últimos años la locura secesionista, pero sea como fuere el grito de socorro se ha hecho unánime con los últimos acontecimientos de terrorismo callejero: “Fíjate cómo estaremos que ahora nuestra única esperanza se concentra en el novel discípulo de Oriol Junqueras”, se lamenta uno de los principales dirigentes patronales con probada experiencia en el puente aéreo político entre Madrid y Barcelona.

Lástima que todos estos quejidos reboten como simples y recurrentes pregones en el desierto cuando llegan al Palacio de la Moncloa, convertido estos días en un laboratorio demoscópico exclusivamente orientado a buscar algún golpe de efecto para la parroquia. La exhumación de los restos mortales de Franco no está teniendo el efecto previsto, más allá de estimular los sentimientos radicales de la llamada ultraderecha. El PSOE ha consolidado a Vox, cuya línea de flotación electoral empieza a mostrar un cierto nivel de crecimiento. Sin embargo, el quebranto del llamado ‘trifachito’ no parece que vaya a erosionar al PP con la virulencia del pasado 28-A porque esta vez el denominador común de las encuestas apunta a un claro derrumbe de Ciudadanos.

Resulta sintomático, cuando no premonitorio, que el producto auspiciado por los empresarios catalanes en torno a la figura de Albert Rivera haya embarrancado como consecuencia de un liderazgo cimentado de manera prematura con un excesivo delirio de grandeza. Una vez más la hybris con la que los antiguos griegos definían la desmesura se ha cobrado una víctima propiciatoria que no supo entender el sentido de un proyecto nacido por y para la resolución de eso que Ortega llamaba ‘el problema catalán’. Rivera apartó el cáliz de Cataluña cuando tuvo la opción de beberse hasta la última gota, perdiendo la confianza de los que apoyaron su impulso como una opción política, pero de futuro, para España.

Salvando las distancias que ofrecen los sondeos está claro que el asunto de Cataluña debe servir a Pedro Sánchez para poner las barbas a remojar. La molicie que el Gobierno socialista viene mostrando ante el desafío secesionista empieza a resultar irritante y en todo caso no puede servir de barricada para escurrir el bulto ante el ambiente de crispación que vive el electorado español. A diferencia de lo ocurrido hace dos años las banderas nacionales han dejado de lucir en los balcones, pero eso no es más que un indicio del hartazgo contenido y generalizado por parte de una ciudadanía que tiene ahora la oportunidad de expresar su más elocuente protesta ante las urnas a la vuelta de dos semanas.

La compleja hispanización de la 'grosse koalition' 

El PSOE está obligado a complementar su política de gestos para la galería con un verdadero golpe de timón, actuando en Cataluña con la misma determinación que lo ha hecho en el Valle de los Caídos. La política de gobernar para los convencidos puede ser muy mala consejera en una sociedad que ha metabolizado su fragmentación inestable hacia una polarización descarnada a ambos extremos del arco parlamentario. Sánchez corre el riesgo de tropezar en la misma piedra el próximo 10-N, con el agravante de que el camino que conduce a Moncloa exige ahora que el líder socialista reconozca al PP un certificado de garantía democrática que el PSOE nunca ha querido expedir a su principal rival en el Congreso de los Diputados.

La hispanización de la ‘grosse koalition’ alemana implica la abdicación de la memoria histórica y demás fantasmas subyacentes que los ideólogos de las campañas socialistas han venido encadenando como cebo para pescar votos en el río revuelto de las últimas citas electorales. Sánchez tendría que acoger a Casado como su 'partner' de Gobierno, por lo que el líder socialista debería renunciar para siempre al discurso guerracivilista con que se ha venido adoctrinando históricamente a millones de electores. La frontera entre izquierdas y derechas sería borrada del mapa político y el PSOE perdería una de las bazas que más dividendos ha proporcionado a la socialdemocracia en nuestro país.

Demasiado bonito para ser verdad, lo que induce a pensar que cualquier opción de gobernabilidad pasa por una abstención del PP que tampoco puede entenderse como un cheque en blanco. El presidente del Gobierno en funciones se ha metido él solito en un laberinto y su performance política, más allá del éxito inesperado e inducido de la moción de censura contra Rajoy, no presagia buenos augurios. La gestión del caso catalán es el paradigma de un bloqueo político que ni siquiera Pedro Sánchez, en sus mejores alardes de funambulismo, podrá sostener a partir del 11 de noviembre. Las próximas elecciones son decisivas para el país, como todas. Pero esta vez sus efectos pueden resultar terminales para algunas de las figuras políticas que vienen trampeando estos últimos años en su afán por dirigir España.

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