OPINION

La liberalización que cría cuervos en la ‘startup nation’ de Pedro Sánchez

Pedro Sánchez y Begoña Gómez con Emmanuel y Brigitte Macron / EFE
Pedro Sánchez y Begoña Gómez con Emmanuel y Brigitte Macron / EFE

La idea planteada por el presidente Pedro Sánchez de convertir a España en una ‘startup nation’, una ocurrencia patentada hace un año en Francia por el presidente Enmanuel Macron, se ha erigido en una perfecta coartada retórica para reforzar la imagen de nuestro país en los mercados exteriores. El Gobierno trata de refrendar fuera de nuestras fronteras una política económica que todavía mantiene sus constantes vitales gracias al efecto arrastre del ajuste llevado a cabo estos últimos años pero que empieza a verse amenazada por sus desequilibrios estructurales y la desaceleración paulatina de la economía internacional. Ante este panorama la flamante invitación al ‘laissez faire, laissez passer’ de las grandes marcas multinacionales es un recurso manido que no deja de estremecer a las más tradicionales empresas autóctonas, abocadas a competir con rivales que siempre terminan jugando con las cartas marcadas.

En el pasado año las compañías españolas han dispuesto de menos incentivos para salir al exterior o, al menos, eso se desprende a tenor del débil comportamiento de las exportaciones, cuya tasa de crecimiento del 0,3% en términos reales es la más baja desde 2009. La mayor competitividad experimentada en el último lustro ha dado paso a una nueva tendencia mucho más conservadora, en la que los principales agentes empresariales han decidido guardar celosamente la ropa antes de lanzarse a nadar a una piscina de aguas procelosas. La guerra comercial en los mercados internacionales y el regreso del proteccionismo han activado una nueva aversión al riesgo que puede ser especialmente peligrosa si nuestros gobernantes intentan marchar con el paso cambiado en un alarde de rancio abolengo progresista para hacer de España el paraíso de una liberalización aldeana de andar por casa.

La economía de puertas abiertas impulsada hace más de veinte años tras la llegada de José María Aznar al poder constituyó un soplo de aire fresco que con el tiempo se ha ido transformando en un vendaval para la integridad de algunas entidades alimentadas con los impuestos de todos los españoles. Las ventas masivas de los grandes monopolios y oligopolios de servicio público no se tradujeron en mejoras de precio para los ciudadanos, sino más bien en exquisitas rentabilidades para sus accionistas privados y jugosas retribuciones para sus agraciados gestores. La extravagancia de una desregulación sin anestesia amenaza la integridad de alguna de las principales joyas de la corona como es el caso de Iberia, a la que el Brexit puede obligar definitivamente a arriar la bandera española, sin olvidar a Endesa que, por no ser catalana, ha terminado convertida en hija adoptiva del Gobierno italiano.

La trágica historia evidenciada a raíz de las privatizaciones salvajes de finales del pasado siglo puede repetirse ahora como una farsa para las últimas grandes corporaciones que todavía permanecen bajo control del Estado. Los fantasmas del mal llamado plan de modernización del sector público se están cebando en estos momentos con Renfe, la antigua Red Nacional de Ferrocarriles, que observa con estupor el proceso de liberalización impulsado por el Ministerio de Fomento para abrir a la competencia el transporte por ferrocarril en España. El Gobierno justifica su decisión en la obligación de cumplir con las directivas comunitarias,  pero la nueva ley del sector ferroviario supone verdaderamente una ‘machada’ que no tiene nada que ver con los están haciendo nuestros queridos vecinos comunitarios.

Lucha desigual contra competidores estatales

España se ha rendido sin ambages al sueño progresista de los burócratas europeos y no ha levantado ni la más mínima barrera para restringir la irrupción de lo que más pronto que tarde se va a convertir en una nueva competencia desleal por parte de los gigantes ferroviarios extranjeros. Lo más grave será que la SNCF francesa, la Deutsche Bhan alemana o los Ferrocarriles del Estado Italiano podrán subirse al tren del AVE en España a lomos de socios locales privados que actuarán como caballos de Troya con los que atacar el monopolio de Renfe. Todo ello para acceder a la rentabilidad de unas infraestructuras multimillonarias, más de 50.000 millones de euros, sufragadas durante años por los contribuyentes españoles.

El mismo panorama desalentador se puede contemplar en el primer empleador del sector público en España, como es Correos, en lucha permanente por sacudirse el sambenito de las falsas infracciones atribuidas por Bruselas. La compañía de la SEPI, que da empleo a más de 52.000 personas, ha tenido que pagar una multa de 135 millones de euros a la Comisión Europea por las subvenciones recibidas años atrás de manos del Estado. Lo que esconde la realidad de esta presunta violación de la competencia es que Correos tiene que asumir a pelo el coste del llamado Servicio Postal Universal (SPU) que obliga a repartir cualquier envío en cualquier lugar de la geografía española al tiempo que hace frente a poderosos rivales foráneos que solamente se la juegan en aquellos segmentos de negocio con altas tasas de rentabilidad.

Sería fundamental tener muy claro que cada vez que Correos compite con Seur lo está haciendo contra el Estado francés representado por el Grupo La Poste. Casi lo mismo puede decirse de DHL, multinacional de capital público-privado en la que participa la Deutsche Post. Otro tanto ocurre con la portuguesa Tourline Express o las más conocidas TNT y Royal Mail, que lucen palmito como empresas privadas en España después de haber estado apoyadas secularmente en las muletas de sus respectivos Estados. España, que por algo es diferente, sigue todavía sin gestionar un verdadero contrato-programa que blinde a Correos de una lucha desigual y en la que lleva todas las de perder en tanto en cuanto alguien no le cuente las verdades del barquero a los funcionarios de horca y cuchillo que mueven los hilos de la Comisión Europea.

La liberalización económica, salvo mejor opinión de Donald Trump, se ha esgrimido como un mantra de la actividad comercial y la riqueza de las naciones. Pero sin ofender la memoria de Adam Smith, lo cierto es que nuestros gobernantes corren el riesgo de hacer el pardillo en un mercado europeo plagado de triquiñuelas políticas donde es muy peligroso luchar a brazo partido con la guardia baja. El incumplimiento de las directrices comunitarias o el retraso en su adaptación al ordenamiento mercantil no es probablemente el camino mejor indicado, pero correr a tumba abierta para llegar a la meta el primero en nombre de los demás compañeros es hacer el primo como bien ha quedado demostrado. A fin de cuentas, en materia económica, como en la vida misma, unos mueven el árbol y otros recogen las nueces. Va siendo hora de cambiar de bando.

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