OPINION

Los 100.000 millones de la ministra Montero y el tesoro de Sierra Morena

María Jesús Montero
María Jesús Montero
EFE

El curso político arrancó a finales de agosto pasado con un primer escarceo entre el Partido Popular y la ministra María Jesús Montero a cuenta de la financiación autonómica. El zafarrancho de combate se ha intensificado a medida que avanzaba el calendario hasta inflamarse de manera irreversible tras la confirmación de la convocatoria electoral que culmina este domingo. La celadora de la caja pública se ha erigido estas últimas semanas en su pedestal de Hacienda hasta convertirse en la sota de bastos del Estado encargada de defender un centralismo tributario y fiscal que, paradojas de la vida, ha sido siempre uno de los principales frentes de batalla del socialismo histórico en nuestro país.

La futura candidata a la Junta de Andalucía, ese es el destino que ahora le atribuyen los oráculos de Ferraz tras la promoción de Nadia Calviño a la eventual vicepresidencia económica, se ha negado en rotundo a que el presidente murciano Fernando López Miras llamase a la puerta del Banco Europeo de Inversiones (BEI) en busca de socorro financiero para pagar el desastre del Mar Menor. Ni siquiera la nueva profesión de fe ecologista con que el PSOE adorna su programa político ha servido para que la ministra se apiadase de la laguna salada. Claro está que la negativa se orienta en este caso a modo de arma arrojadiza para depurar o, al menos evidenciar ante la opinión pública, las responsabilidades de los dirigentes del PP que desde hace décadas vienen gobernando la región.

Si algo queda meridianamente claro en toda pugna electoral es la falta de la mínima lealtad institucional para perseguir el interés general. La mezquindad política adquiere su pleno estado de arte cuando los padres de la patria se lanzan a tumba abierta en busca de ese sufragio indeciso que otorgue el poder en las urnas. Antes eso sucedía cada cuatro años, facilitando un lapso de tiempo suficiente para que los ciudadanos más crédulos volvieran a confiar en el grado de maduración y entendimiento de la clase política. El drama es que ahora los comicios tienen lugar cada año, poniendo en evidencia la alarmante falta de compromiso por llegar a un acuerdo que revierta en beneficio de eso que antiguamente se consideraba el bien común.

Con estos antecedentes, lo de Murcia no deja de ser un ejemplo más, la estrategia de pactos indispensable para abordar las grandes reformas económicas todavía pendientes ha quedado de nuevo arrumbada dentro del relato electoral del 10-N. Por el contrario, los partidos se han enzarzado en una batalla fiscal solemnizada en la confrontación de lo que se consideran las distintas visiones ideologizadas del modelo de Estado. Al cambio más de lo mismo, en un toma y daca a garrotazo limpio que solo puede generar serios daños colaterales a ese contribuyente de clase media cuyos ingresos dependen de una nómina tan relativamente digna y segura como nítida y transparente a ojos de la Hacienda Pública.

Ha sido la propia ministra la que ha levantado el hacha de guerra con ese argumento socorrido pero falaz que apunta a un diferencial de entre siete y ocho puntos porcentuales de convergencia fiscal con la media de la Unión Europea. Por esa razón España debería aumentar la carga tributaria en casi 100.000 millones de euros, una barbaridad que, dados los magros resultados de la lucha contra el fraude y la incontenible economía sumergida, habrá que soportar sobre las actuales bases impositivas. Es decir, a costa de esa masa anónima de paganos preferentes a los que siempre se les otorgan las mayores papeletas cuando llega el momento de sortear una crisis económica en España.

Más IRPF a partir de los 60.000 euros

Hacienda y sus gurús no han reparado en la enorme diferencia que existe entre la presión fiscal, que tiene en cuenta la recaudación en relación al PIB, y el esfuerzo fiscal, que considera la misma recaudación, pero medida con respecto al PIB per cápita. Este último baremo, formulado en los años 50 del siglo pasado por el economista estadounidense Henry J. Frank, resume el sentido común al que apela el castigado contribuyente cuando defiende que no se puede pagar lo mismo en España que en otras grandes naciones de Europa con niveles salariales mucho más elevados. La doctrina socialdemócrata ha resuelto el dilema invocando una y otra vez a la manida progresividad de los impuestos en nuestro país, sin tener en cuenta que, en términos relativos a su nivel de renta, los ciudadanos pagan en España casi lo mismo que en Francia e incluso más que en Alemania, Austria y Holanda.

Donde el esfuerzo fiscal sí que parece haber calado es en la comparativa entre comunidades autónomas, una clasificación que sitúa a Madrid como la región más favorecida, seguida muy de cerca por el País Vasco, Navarra y Cataluña. Pedro Sánchez ha atacado la línea de flotación de las rebajas de impuestos prometidas por el PP lanzando una andanada contra el Ejecutivo que preside Isabel Díaz Ayuso al que ha acusado de realizar dumping tributario en detrimento de otras regiones del país. El presidente del Gobierno ha seguido a pie juntillas la invectiva de la ministra de Hacienda en el pulso que María Jesús Montero mantiene con el equipo económico de Pablo Casado.

Una vez más, el líder socialista se ha aplicado con esmero en la táctica del divide y vencerás, tratando de arrimar el ascua a la sardina de esa justicia social secularmente arraigada en la idiosincrasia nacional. El candidato del PSOE se ha investido con el glamour de Robin Hood, propiciando que los expertos económicos del PSOE fijen a partir de los 60.000 euros brutos anuales la frontera de lo que ellos califican como una renta alta y merecedora, por tanto, de pagar nuevos y mayores impuestos. Confiemos en que el bosque de Sherwood no se convierta a este paso en el monte de Sierra Morena.

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