
Afirma Michael J. Sandel en su celebrado ensayo sobre ‘La Tiranía del Mérito’ que los impuestos no solo son una vía de recaudación, sino también una forma de expresar las contribuciones que una sociedad juzga valiosas para el bien común y cuáles no tanto. Los técnicos encargados de ponerle el cascabel al gato de la reforma fiscal se han orientado con este tipo de planteamientos, consagrados en el programa electoral del PSOE y Podemos, y que ciñen la subida de gravámenes sin alterar, por ahora, aquellas figuras impositivas más sensibles al bolsillo del contribuyente. El Gobierno ha fiado 2021 a una estrategia intensiva de gasto aprovechando la escasa generación de ingresos para arrimar el ascua a su credo doctrinal y político. En el ideario de la coalición que dirige España existen diversas sensibilidades acerca del bien común pero habrá que esperar un tiempo para saber cuáles coinciden con el criterio más general al que alude el pensador estadounidense y Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales en 2018.
En el ala oeste de La Moncloa dan por descontado que los efectos del coronavirus mantendrán la atrofia de la actividad productiva durante todo lo que resta de curso; es decir hasta bien avanzado el próximo ejercicio que algunos consideraban como el punto de partida para encontrar los pasos perdidos de un nuevo crecimiento económico. El gozo de la reconstrucción se ha diluido por el sumidero de la pandemia y la ministra Montero, la de Hacienda, ha decidido invocar a la catástrofe como patente de corso para llevar a cabo una estrategia fiscal oscurantista, sin mayor debate parlamentario y al margen del mandato esencial de la vigente Ley de Estabilidad Presupuestaria. El Gobierno ha aprovechado el Covid 19 para nutrirse de anticuerpos con los que repeler cualquier oposición que ponga en entredicho su particular gestión de las cuentas públicas en lo que resta de legislatura.
Una vez activada la llamada cláusula de escape que faculta la suspensión de las reglas fiscales, Pedro Sánchez se siente liberado de todo compromiso parlamentario y solamente tiene que engrasar las cadenas que le atan a su cuate Pablo Iglesias. Amparado en la más lamentable situación de emergencia, el Gobierno se ha apañado una especie de bula legislativa para saltarse el techo de gasto sin exponer siquiera ante el Congreso de los Diputados una senda de déficit a medio plazo, tal y como establece el espíritu de la normativa acordada con Bruselas. El líder socialista demuestra cierto desdén hacia la Comisión Europea, confiado en que los buenos servicios diplomáticos de la vicepresidenta Nadia Calviño constituyen una garantía para controlar a la burocracia comunitaria cuando los padres de la patria común europea dejen de hacer la vista gorda ante la plaga sanitaria que acecha al Viejo Continente.
Los impuestos presupuestados para el año que viene constituyen el tributo con el que Pedro Sánchez sufraga, a lomos del contribuyente, su alianza con Pablo Iglesias
La iconoclasia fiscal ha reprimido todos los dogmas facultando al Gobierno para hacer de su capa un sayo a la hora de imponer un ritmo tributario errático y desacorde con la moda imperante en el resto de Europa. Mientras la totalidad de las grandes economías vecinas se disponen a recortar impuestos como alternativa para dinamizar la actividad, España reclama sangre fresca en forma de nuevos gravámenes para que el PSOE pueda sufragar, a lomos del contribuyente claro está, el tributo que le exige Podemos como aliado preferente de legislatura. En todo caso, las figuras impositivas que ahora han estado discutiendo los dos socios de coalición no buscan de manera prioritaria un objetivo recaudatorio porque la tropa del comandante Iglesias está constituida esencialmente por gentes de letras que sólo entienden de números en la medida en que éstos sirvan para apuntalar la base ideológica y electoral que alimenta a la formación morada.
El proyecto de Presupuestos para el próximo año se establece como un mecanismo de blindaje político, una credencial de usar y tirar para que nadie en Bruselas pueda acusar a Pedro Sánchez de incapacidad gubernamental permanente. El jefe del Ejecutivo no puede aguantar ni un instante más el hazmerreír que supondría ante toda la comunidad financiera internacional una enésima prórroga de las cuentas públicas elaboradas por el Gobierno de Mariano Rajoy. Los nuevos altos cargos de Hacienda que María Jesús Montero se ha traído de Andalucía empiezan a tener pesadillas en las que la sombra de Cristóbal Montoro se aparece como un espectro deambulando por las estancias de la antigua Real Casa de Aduanas. Por eso, y no por otra razón, es fundamental disponer de una tarjeta de visita propia en materia económica y financiera que, aunque no soporte la más mínima expectativa de realidad, contribuya a espantar los fantasmas que acechan la credibilidad del actual programa de legislatura.
El estado de alarma a lontananza requiere de un Presupuesto como sea que traslade un mensaje de tranquilidad y buenos alimentos al ciudadano común sin descuidar, eso sí, la división social que tan buenos réditos proporciona de cara a una involución de las llamadas castas dominantes. La política fiscal de clara con limón que invoca Pablo Iglesias se reduce a una mera pancarta de agitación y propaganda para evitar escisiones dentro de ese proletariado virtual que ha permitido a su seminal movimiento antisistema alcanzar lo más alto del escalafón institucional. Los impuestos a los ricos, a saber a qué llaman chocolate las patronas, y demás tasas ecologistas anunciadas para el año que viene no son más que un aperitivo efervescente para ir abriendo boca ante la bulimia tributaria que anida de manera patológica en el estómago de la coalición social comunista que maneja España.
La clase trabajadora, la que vive de su nómina, será la que pague directamente la vuelta de tuerca que el Gobierno aplicará al IRPF y al IVA cuando la crisis toque a rebato
Durante las últimas semanas los responsables políticos del Ministerio de Hacienda han estado mareando a los funcionarios de la Dirección General de Tributos con variopintas simulaciones que inducían a otras tantas subidas draconianas en el IVA de la sanidad y la educación privada. La reacción social ha frenado momentáneamente el golpe pero los sectores afectados no deberían confiarse porque la tentación perdura y ahora lo que está sobre la mesa es la opción de sacudir a la más mínima el varapalo en las universidades privadas a modo de alarde ideológico orientado a castigar las rentas de aquellos que tratan de acceder a una enseñanza superior de pago. Está visto que la clase media no tiene escapatoria en nuestro país y tarde o temprano se verá ajusticiada en aras de esa coartada redistributiva bajo la que se camufla el gasto mastodóntico e improductivo de un modelo territorial agotado y la incapacidad de los sucesivos gobiernos para ampliar las bases impositivas.
El viejo proverbio que aliviaba la campaña de la renta asegurando que Hacienda somos todos ya no tiene ninguna credibilidad porque todos sabemos que el IRPF es un impuesto al trabajo que descarga su mayor virulencia contra aquellos que viven de un salario. De la misma manera queda muy solemne afirmar que el IVA es el tributo más progresista por la sencilla razón de su carácter indirecto destinado a gravar el consumo que realiza libremente cada contribuyente. El drama es que ni todos los consumidores disponen del mismo nivel de renta ni todas las rentas traslucen con la misma intensidad ante los ojos del fisco. La conclusión, no por manida menos cierta y severa, se resume en que siempre pagan los mismos y serán esos mismos, los de siempre, quienes soporten la vuelta de tuerca del IRPF y el IVA una vez que en los próximos meses se declare el toque a rebato contra la crisis. Será entonces cuando los objetivos recaudatorios dejen al descubierto qué es lo que verdaderamente entendía el Gobierno por bien común.