OPINION

Cataluña, España: por la concordia. De nuevo

“En este momento se ponen bombas en los tranvías de Argel. Mi madre puede estar en uno de esos tranvías. Si eso  la justicia, prefiero a mi madre”. Esta es, exactamente, la frase que pronunció Albert Camus en la casa de los Estudiantes de Estocolmo, en diciembre de 1957. Fue mal transcrita en su crónica por un periodista presente en el acto y se hizo famosa en la versión, malintencionadamente sesgada, difundida por los círculos sartrianos (“Entre la justicia y mi madre, prefiero a mi madre”). En realidad, lo que Camus pretendía transmitir con las palabras que realmente dijo es que la justicia debe defenderse y tratar de conseguirse por medios justos, y la violencia (en cualquiera de sus posibles formas) nunca lo es. Sencillamente, ningún sueño merece una guerra, ningún ideal vale el precio de un enfrentamiento fratricida o de una ruptura afectiva con seres queridos o con los que convivimos. Ocurre, por desgracia, que cuando una idea deviene, además, emoción (es decir, cuando —estrictamente hablando— deja de ser idea para devenir irrenunciable convicción) se impregna de rigidez, de intolerancia, de rechazo. Es decir, de fanatismo. Quienes no la comparten pasan, instantáneamente, de ser “otros que, aunque no piensen lo mismo, son como yo” a convertirse en “otros que, como no piensan como yo, no pueden ser lo mismo”. Es decir, se nos hacen, sin más, ajenos. Y quizá, también, potencial amenaza.

Nada más delicado y frágil que la convivencia en sociedades crecientemente diferenciadas, plurales y complejas. El mutuo respeto, la autocontención recíproca (lo que los anglosajones denominan self-restraint) representan el imprescindible lubricante para su cotidiano buen funcionamiento. Cuando escasea, la sociedad chirría; pero si

desaparece, se quiebra. Y en esa ruptura nadie gana, aunque pueda, erradamente, esperarlo. La sociedad española, y dentro de ella quizá especialmente la catalana, se encuentra en una de esas encrucijadas

que requiere, con urgencia e imprescindiblemente, dosis extra de respeto mutuo y de autocontención. Pero, por el momento, no abundan precisamente en la escena pública (que es donde se define y teje nuestra trama convivencial básica) los predispuestos a aportarlas. Colectivamente, parecemos haber decidido dejar de ser realistas —cabe

desear que por un tiempo limitado—. Nos empeñamos en querer ver las cosas como desearíamos que fuesen. No como son. Necesitamos, con urgencia, un baño de realismo que posibilite la emergencia de ese respeto y autocontención que tanto nos escasean.

Para empezar, habría que reconocer que, hoy por hoy, parece muy difícil que Cataluña pueda llegar a ser independiente. Y no sólo porque no lo desee algo más de la mitad de los catalanes (y la amplia mayoría del resto de españoles), sino porque en el mundo actual real (no en el deseado) ese es ahora un objetivo irrealizable, por superado. El tiempo de los estados-nación pasó. Ahora los estados se integran en entidades más amplias. Y eso viene a ser como hacerse miembro de un club: al aceptar las reglas que lo rigen se cede, inevitablemente, parte de la propia libertad. La independencia, como ideal, cada vez tiene menos vigencia (salvo como ensoñación adolescente) en un mundo que precisamente es, y de forma creciente, interdependiente.

Para continuar, habría que reconocer, y aceptar, que muchos catalanes sueñan con la independencia, por irrealizable que objetivamente resulte. Y que ese es un sueño legítimo (y, por cierto, legal), una aspiración respetable, que no va a desaparecer. Va a seguir ahí. El hombre, decía Unamuno, de razones vive y de sueños sobrevive. Deberemos por

ello, entre todos, tratar de paliar en la mayor medida posible la frustración de tantos compatriotas que no tienen nada fácil conseguir que sea real lo que tanto anhelan. La democracia, ya se sabe, debe ser un equilibrio lo más armónico posible entre frustraciones mutuas. Así que no procede encogerse de hombros y espetarnos mutuamente un  “aguántese usted” o “tenga usted otros sueños o ideales”. Habremos, todos, de apearnos del infantil todismo al que con demasiada frecuencia cedemos y buscar puntos intermedios en lo que queremos y buscamos —es decir, en nuestros respectivos sueños o ideales— para que la convivencia nos resulte no solo llevadera sino, en la máxima medida posible, cordial. Hace falta en esta hora menos emocionalidad desatada y más serena concordia (palabra esta, por cierto, que etimológicamente connota compartir corazones, no partirlos).

Dos muy queridos amigos catalanes (Carmen y Luis Bassat) me hacen llegar, precisamente hoy, cuando junto estas líneas, el siguiente mensaje navideño (en castellano y en catalán):Que el año 2018 nos traiga: Políticos con talento para pactar. Gobernantes que entiendan que la paz se firma con los enemigos. Enemigos capaces de convertirse en amigos. Estadistas que piensen en todos los ciudadanos. Profesores que eduquen para la paz, la convivencia y la generosidad. Ciudadanos abiertos a nuevas ideas. Vecinos que se reconcilien con vecinos. Padres que acepten que sus hijos piensen diferente. Hijos que respeten a sus padres, aunque no piensen como ellos. Solidarios que ayuden. Impacientes que sepan contar hasta 10 o hasta 100. Jueces que nos reconcilien con la Justicia. Personas que hagan el esfuerzo de comprender a otras personas. Amigos que nos den paz interior. Y salud para todos.” Lo comparto plenamente. Y no habría sabido decirlo mejor. Por ello, y con su permiso, lo copio. Y que así sea.

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