OPINION

Cataluña: la dignidad herida

Rajoy está leyendo mal el partido y así lo que cabe considerar como primera parte del mismo ha concluido con una clara goleada en contra. Lleva tiempo entendiendo que la cosa va de leyes cuando, en realidad, va de emociones. Ha creído —y parece seguir creyendo— que la Historia le juzgará por lo bien que en su mandato aplique, y haga aplicar, la ley, pero la experiencia enseña que los gobernantes acaban siendo juzgados por sus logros en la gestión de los problemas que encontraron sobre su mesa. Por ahora, Rajoy presenta un expediente, en conjunto, poco lucido en tres cuestiones de especial impacto social. No ha conseguido que se termine de pasar página, de una vez por todas, sobre los casos de corrupción que, cual pétrea losa, sigue lastrando la imagen de su partido. Su gestión de la crisis económica que tanto ha dañado a nuestro país sigue sin ser reconocida por la mayoría ciudadana: seis de cada diez españoles siguen pensando que las posibles mejoras al respecto no se deben a la acción de su gobierno. Y en el caso de Cataluña (que, quizá exageradamente, se ha llegado a comparar, en cuanto a gravedad, al 23-F) la evaluación de su gestión es, hasta ahora, masivamente negativa (82%) en Cataluña, y más crítica que favorable en el resto de España.

Tras el triste 1-O, la situación en Cataluña se ha hecho aún más delicada, y ha pasado a requerir aún más sutileza y finura que antes para su hipotética reconducción. Desde hace ya tres años, la secuencia de sondeos de Metroscopia en su proyecto Pulso de España ha venido detectando que entre el 70% y el 80% de los catalanes (exactamente el 82% hace una semana) reclama un referéndum: ciertamente, no el sucedáneo (mitad pastiche, mitad performance y sin validez jurídica alguna) intentado este pasado domingo, sino otro debidamente pactado y plenamente legal. Y sabemos también, asimismo desde hace tiempo, que la clara mayoría quiere ese referéndum para votar a favor de la permanencia de Cataluña en España a poco que se le plantee una alternativa más matizada que el dicotómico sí/no.

Si se ofrecen reformas que se traduzcan en nuevas competencias, blindadas y exclusivas, para Cataluña, esta se convierte en la opción que, en ese hipotético referéndum, prefiere la mayoría relativa (45%). El 20% optaría por seguir en las mismas condiciones actuales, y los partidarios de la independencia quedarían reducidos a un minoritario —pero en modo alguno ignorable— 30%. Pero esa alternativa intermedia no ha sido todavía formulada: ni el Govern, ni el Gobierno español, han mostrado interés alguno por considerarla —y no digamos intentarla—. Probablemente porque con la misma el primero vería derrotado el proyecto por el que ha apostado (con tanta intensidad como, por cierto, menosprecio por lo que desea más de la mitad de todos los catalanes); el segundo, porque esa solución implica “un lío”: una reforma estatutaria y constitucional a fondo (algo que está lejos de su actual agenda política).

Y hoy, tras un 1-O que nunca debió ser como ha sido, la evaluación que del mismo ofrecen el Govern y el Gobierno falta, en muchos puntos, a la verdad: el domingo no habló toda Cataluña, sino solo la mitad; sí hubo incidentes y violencia que deberían haberse evitado; el recuento final resulta imposible de creer; no hubo —pero tampoco dejó de haber— algo así como un muy peculiar cuasi-referéndum, un happening masivo con una movilización impresionante; y si se considera que lo ocurrido constituye un triunfo del estado de derecho, se trata ciertamente de un triunfo tan antipático como, posiblemente, contraproducente.

¿Y ahora? El editorial de La Vanguardia de este pasado domingo (“Por el bien de todos”) y el artículo de José Montilla (“Así no”) en El Periódico también de ese día (y por citar sólo dos significativos ejemplos en la prensa catalana más relevante), apuntan en la dirección que —lo sabemos por los sondeos— anhela la mayoría ciudadana: negociación, en serio y a fondo. No parece fácil. Eso sí, todos estos meses (¡años!) de creciente tensión que, a la postre, nada han resuelto a gusto de la mayoría, pueden haber derivado, para muchos, en la irremediable descalificación política de Puigdemont y Junqueras, por el lado del govern, y de Rajoy por el lado del gobierno, para negociar la fase que desde mañana se va a abrir: el segundo y definitivo tiempo del partido.

El independentismo ha quedado emocionalmente reforzado. Los no independentistas tienen ahora más difícil que antes defender, a la vez, el no a la independencia y un sí a una nueva fórmula de encaje de Cataluña en España. Entre otras cosas, porque buena parte de esa media Cataluña no independentista está, también, profundamente dolida con Madrid, es decir, con el actual gobierno español. La sociedad catalana se siente maltratada desde hace mucho (recuérdese: el 25 de noviembre de 2009, todos los medios informativos catalanes publicaron un editorial conjunto titulado “La dignidad de Cataluña”, alertando del grave daño a la misma que podría infligir la sentencia del Tribunal Constitucional que se preveía). Ese sentimiento de dignidad ultrajada (que impregna a la sociedad catalana en su conjunto — independentistas y no independentistas— y que no carece de fundamento) es, sin duda, el primer daño que ahora procede, con urgencia, reparar. Y no parece que, por el momento, haya nadie dispuesto a emprender, en serio, esa tarea.

Mostrar comentarios