OPINION

Dos Cataluñas, tres conflictos

Tiene razón Alfredo Pérez Rubalcaba cuando advierte (“Las nuevas realidades de Cataluña”, El País, 16-1-18) que tras las elecciones del pasado 21 de diciembre han cambiado muchas cosas en Cataluña. Lo que ocurre es que, acostumbrados a enfocar el 'caso catalán' como una fase más del histórico enfrentamiento entre Cataluña (toda Cataluña) y el resto de España, no nos resulta fácil, en un primer momento, captar la entidad y significación de esos cambios. Pero lo cierto es que el nuevo paisaje político catalán difiere sustancialmente del hasta ahora existente.

Para empezar, lo primero que las elecciones del 21-D han dejado meridianamente claro es que en estos momentos la sociedad catalana se encuentra partida en dos, en torno al eje identitario. El expresidente Puigdemont reclama ser investido de nuevo porque encabeza la lista más votada. Se equivoca (y su error es revelador de su resistencia, o incapacidad, para percibir correctamente la nueva realidad): el partido que en estas últimas elecciones ha obtenido mayor número de votos y escaños es Ciudadanos; de la lista por él encabezada cabe, a lo sumo, decir que ha quedado primera (y por una ventaja tan exigua que equivale a un empate con la inmediatamente posterior) entre la Cataluña pro-independentista, pero no en toda Cataluña.

Puede tratar de ningunear ese hecho, pero no por ello lo va a borrar. Puigdemont parece incapaz del ejercicio de sano realismo que, en cambio, ha expresado el nuevo presidente del Parlament, Roger Torrent, indicando la urgente necesidad de recoser Cataluña. Y es que resulta obvio —para quien quiera ver, sin ateojeras, toda la realidad, y no solo la que le conviene— que tras cinco años de procés Cataluña ha quedado internamente descosida, por no decir desgarrada, algo que nunca antes había ocurrido de forma tan clara e intensa. El empeño, contra viento y marea, de crear un “solo pueblo”, negando el pluralismo y diversidad (en todos los ámbitos, incluyendo el identitario) de la actual sociedad catalana ha acabado así quebrando la sociedad en dos. Un bien triste balance.

En la hora actual, el conflicto no es ya por tanto entre Cataluña (toda Cataluña) y el resto de España (como Puigdemont y muchos de cuantos le siguen se empecinan en creer) sino entre media Cataluña y la otra media. En vez de pedir diálogo a Rajoy, Torrent debería haber empezado por abrirlo con Arrimadas, Iceta, Domenech y Albiol: es decir, con quienes representan la otra mitad de su sociedad. El Gobierno de Madrid (y con él, el resto de España) queda ahora en un segundo plano. El conflicto es en esta nueva situación, principalmente, un conflicto entre catalanes.

Lo que ocurre, y este es el segundo conflicto latente en la actual situación, es que la unidad del independentismo (frágil y, como mucho, sobrehilada) solo se sostiene apelando a lo único que es común a las fuerzas políticas que lo integran: el enfrentamiento con España. Una España, dicho sea de paso, desfigurada —por las necesidades de la causa— hasta la caricatura grotesca, y torticeramente identificada casi exclusivamente con el partido que ahora la gobierna y, a través de este, con la corrupción.

ERC (que acompañaba a Maragall cuando dirigió a CiU el famoso “su problema se llama 3%) y la purista CUP no sienten, en cambio, incomodidad alguna por compartir viaje con quien conduce ahora la nave que fuera de Pujol (tras cambiarle oportunamente el nombre, como si con eso se lavara, sin más, su pasado). El independentismo no puede dejar de pedalear la incómoda bicicleta en que se ha subido, por crecientemente incómoda que le vaya resultando, porque si lo hace se caerá: no tiene otra fuerza tras sí que la inercia misma que ese pedaleo le proporciona, sin mayor meta u objetivo. Por eso carece de programa alguno, digno de ese nombre. El único propósito explícito es lo único que comparten, alcanzar la independencia. En cuanto al el resto… fará da sé.

Y no sin cierta paradoja, resulta que ahora, el conflicto originario e histórico, queda en un tercer lugar. Lo prioritario no es ya un acuerdo entre Cataluña y el resto de España: esa sería la fase final, la que procederá abrir una vez que los catalanes (ahora divididos en dos partes de similar tamaño) hayan acordado entre sí un arreglo, y una vez que los adalides de la independencia hayan alcanzado un punto de encuentro razonable sobre cómo, cuándo y para qué la desean. Por eso, fuera de España, cada vez se entiende menos la pintoresca peripecia de Puigdemont y su empeño (y el de quienes, de mejor o peor gana, todavía le apoyan) por no reconocer que el caso de Cataluña es un conflicto meramente interno, y doblemente interno: porque ya no es de España (que también), sino ante todo, y sobre todo de la propia Cataluña.

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