OPINION

¿Hay que controlar la escuela en Cataluña?

D

e las varias posibles reformas que, para un más o menos lejano pero sin lugar a dudas inevitable, acuerdo final sobre lo que todos denominamos ya “la cuestión catalana” hay una que recurrentemente suele ser mencionada y que debo confesar que me desconcierta: que las competencias en educación pasen a ser exclusivas del Estado.

Quienes suelen proponer esta medida la justifican alegando que el actual sistema catalán es una fábrica de independentistas y un difusor de antiespañolismo. Caramba. No es pequeña ni leve la acusación. ¿Está realmente fundada? ¿La respaldan los datos disponibles? Porque podríamos estar ante uno de tantos estereotipos que, en tiempos inciertos,son tenidos como indiscutibles sin mayor base que experiencias personales aisladas, vividas con intensa emocionalidad y, a la postre, difícilmente generalizables —por ciertas y respetables que puedan ser—. Y sería grave tomarlos más en serio de lo que en realidad pudieran merecer.

Allá por noviembre de 2014, en una tribuna del diario El País, el profesor Lapuente Giné rompió una lanza en favor de los números, como mejor vía al entendimiento. Una vía —dicho sea de paso—no muy predominante en nuestra cultura cívica, en la que las palabras (las ideas, las creencias) se enseñorean a costa de los datos. Cuando esto no coinciden con aquellas lo más usual es poner en duda exclusivamente a estos (“están más calculados”, “no son fiables”), no a aquellas. La vida pública, sin embargo, sería más plácida, serena y constructiva si empezáramos por tomar en cuenta los datos y someter a la prueba de los mismos, las ideas, creencias o prejuicios que damos por irrefutables.

Pero volvamos al caso de Cataluña: desde hace años, los datos de los sondeos disponibles (y voy a referirme en concreto a los de Metroscopia, que ha dedicado a esta cuestión una prolongada atención) revelan que, en realidad, el porcentaje de personas de 18 a 35 que en Cataluña, hoy, dicen sentirse tan catalanas como españolas es el 48%; entre los mayores de 65, el 42% (cifra, pues, seis puntos más baja). Los primeros se han educado, obviamente,en ese sistema escolar al que hay quien acusa de antiespañolista; los segundos, en cambio, eran ya adultos cuando el actual sistema se puso en pie y no pasaron, por tanto por él. Lo que los datos indican es pues que, en este momento, la identidad nacional totalmente dual es predominante tanto entre los más jóvenes como entre los más mayores (y, de hecho, incluso algo más entre los primeros). Pero hay más: si a estos porcentajes sumamos los referidos a quienes dicen sentirse más catalanes que españoles o más españoles que catalanes (es decir, a quien se identifican con ambas identidades nacionales en desigual medida, pero sin excluir a una de ellas) tenemos que el sentimiento identitario que cabe definir como incluyente es expresado hoy por el 76% de los menores de 34 años, y por el 71% de los mayores de 65 años. En cambio, dicen sentirse sólo catalanes el 19% de los jóvenes y el 20% de los más mayores.

La importancia de la escuela en la transmisión intergeneracional de valores básicos (y entre estos, la identidad nacional, étnica, cultural, etc…) es innegable, pero tiende a ser exagerada. Es necesaria pero en modo alguno suficiente. Cuantos nos educamos bajo el franquismo, en un sistema educativo franquista somos un buen ejemplo a este respecto: pese a aquella escuela, no nos distinguimos generacionalmente por ser, en conjunto, masivamente, franquistas, fascistas o de ultraderecha. La razón —como la literatura sociológica ha establecido ad nauseam- es que la matriz básica identitaria de los individuos, la trama fundamental de valores y actitudes que moldean y conforman su visión del mundo, no se adquiere tanto en las instancias de educación formal (es decir, en la escuela) como en el entorno cotidiano más inmediato en que se desarrolla su vida cotidiana (familia, redes de amigos, etc…). En realidad, solo cuando escuela y familia emiten exactamente los mismos mensajes básicos, reforzándose mutuamente, la escuela resulta efectiva como instancia de adoctrinamiento social: en caso de disonancia o contradicción entre ambas, la efectividad real de esta última es, a la larga, muy limitada, cuando no nula.

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