OPINION

La senda manicomial o la disonancia cognitiva de los seguidores de Puigdemont

Crece la perplejidad, en España y fuera de España, ante el empantanamiento de la situación en Cataluña. Tres meses después de las elecciones del 21-D, ni hay Govern, ni se atisba su conformación en un horizonte cercano. Lo que en estos momentos parece absorber por completo las energías del secesionismo no es diseñar el futuro de Cataluña sino el de Puigdemont. A eso ha quedado miniaturizado, en esta concreta hora, todo el aparatoso entramado que parecía ser el procés (cuya vaciedad e inconsistencia van quedando creciente —y sorprendentemente— claras tras cada nueva comparecencia judicial de los implicados en su construcción).

El independentismo catalán está, sencillamente, afectado de una dolencia psicológica conocida como disonancia cognitiva: la identificación simultánea y con igual intensidad con dos planteamientos o percepciones de la realidad que, de hecho, son antitéticos y, por tanto, incompatibles.

En efecto, según datos de Metroscopia, los independentistas desean de forma casi unánime que Puigdemont sea investido President y, al mismo tiempo, y de forma ampliamente mayoritaria, reconocen que eso no va a ser posible. Para tratar de superar la aporía que sentimientos tan encontrados genera, los afectados por disonancia cognitiva recurren a intentos alambicados, retorcidos, y en definitiva, imposibles, de conciliarlos. De ahí, por ejemplo, lo de la investidura telemática y ocurrencias por el estilo que solo revelan de la renuencia a reconocer la inescapable realidad de las cosas. Un planteamiento o un estado de ánimo inconsistente e intensamente desarmónico no tiene otra cura que un baño de realidad: aceptar, como enseñó el torero-filósofo, que lo que no puede ser, no puede ser y, además, es imposible.

Salvo que decida optar definitivamente por lo que el profesor Francesc Granell, ha calificado como “senda manicomial” (que es la vía en la que desemboca la persistente huida de la realidad), el independentismo catalán necesita proceder, con urgencia, a un baño de realismo. No será fácil, porque eso implicará reconocer que el proyecto ofrecido estaba cimentado, en no poca medida, en exageraciones que en muchos casos bien podían equivaler a mentiras —como finalmente ha acabado por reconocer el propio Artur Mas; en sede judicial, por supuesto—.

Para empezar, una primera y saludable cura de realismo sería dejar de presentar a España como un Estado deficientemente democrático, antidemocrático, franquista o, incluso —ya puestos— como fascista. La exageración desmedida es rara vez señal de talento (y la cita, que conste, es de Engels). En este caso, constituye sencillamente una memez que retrata y se vuelve en contra de quien la pronuncia. En España no es delito ser independentista, ni proponer la independencia ni trabajar para hacerla posible: es delito, como en toda democracia, hacerlo incumpliendo la ley. Y el procés solo ha podido avanzar a base de obviar, siempre que lo ha considerado necesario, la legalidad vigente: tanto la general española como la específicamente catalana. Dado que se entendía que el procés, como indiscutible bien supremo, estaba por encima de cualquier otra consideración, automáticamente se daba por validada cuanta tropelía jurídica pudiera cometerse en su nombre.

Una segunda medida de sanador realismo sería reconocer, de forma clara y sin reserva mental alguna, que el independentismo catalán, en el total de sus tres caras, ha quedado en las dos últimas elecciones autonómicas por debajo del 48% de los votos emitidos. Como en ambas elecciones ha votado, aproximadamente, un 80% de toda la población en edad de hacerlo, la conclusión insoslayable es que solo un poco más del tercio (el 37%) de todos los catalanes apoya, hoy por hoy, la independencia. Son cifras sin duda importantes, que no cabe ignorar y que plantean una cuestión a la que debe buscarse el mejor acomodo posible. Pero distan mucho de permitir hablar en nombre de toda Cataluña o de acercarse al umbral mínimo que haría verosímil un proyecto de independencia. Hay dos Cataluñas y la que tiene algún mayor tamaño es, precisamente, la que no es partidaria de la independencia. Y este es un dato incuestionable de la realidad.

En tercer lugar, y en línea con lo anterior, los líderes independentistas deberían atender mejor a la voz ciudadana, en su conjunto, y menos a las consignas que pueblan la cada vez más hermética y fervorosa burbuja ideológica en que moran los secesionistas irreductibles (y que en ocasiones parece aproximarse en exceso a la perturbadora sombra del fanatismo). Sabemos que, desde el inicio del procés, una clara mayoría ciudadana estaba en contra de una DUI, y se inclinaba por un proceso negociador “a la vasca”. Y sabemos también que, hace cuatro años como ahora, el apoyo al independentismo queda por debajo del 30% tan pronto como se ofrece la posibilidad de una reforma legal que reconozca las (por otra parte obvias) señas identitarias propias de Cataluña. Pero el liderazgo independentista, tornado políticamente autista, no ha aceptado escuchar otras voces que las que él mismo generaba (desde el País Vasco, y de forma discreta y elegante, se ha venido susurrando, recurrentemente, una recomendación: “ese no es el camino”. Por supuesto, desatendida).

Sin duda, la desastrosa gestión por parte del Gobierno de Rajoy de la cuestión catalana (que le ha valido un castigo electoral histórico el pasado 21-D y que podría, según todos los indicios, ganarle otro quizá no muy distinto si ahora hubiese elecciones generales) ha contribuido no poco por encarrilar hacia la senda manicomial al independentismo catalán. Pero esta es una cuestión que merece una consideración detenida y aparte.

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