OPINION

La tozuda, insoslayable realidad

En política, hay ocasiones en que la distancia entre la miseria y la grandeza puede ser muy corta. Por ejemplo, ocho palabras: “No quiero ser el presidente de media Cataluña”. Son las que llevaba escritas Puigdemont y que, de haberlas pronunciado, podían haberle supuesto un punto final digno —y hasta con algunas briznas de tardía grandeza— a una gestión en la que con excesiva frecuencia había rozado el ridículo (en el que, finalmente, puede acabar cayendo de pleno con ese insólito viaje —a escondidas— a Gante). Pero no las leyó, optando en cambio, de nuevo, por un mensaje ambiguo, confuso y escandalosamente mediocre para lo

que se pretendía un acto trascendental y solemne.

El principal problema de Puigdemont y del proceso soberanista ha sido su pertinaz impermeabilidad a la realidad. Optaron por sustituirla por ensoñaciones y fantasías, que al retroalimentarse, terminaron por generar una burbuja auto-sostenida en la que no resultaba ya fácil separar lo aparente de lo tangible, la verdad de la media verdad y la media verdad de la pura y simple mentira. Lo que ocurre es que —como queda advertido en las páginas finales de la orteguiana Rebelión de las masas— “toda realidad desconocida prepara su venganza”. Y eso

es lo que finalmente no podía dejar de pasar: la realidad, la tozuda realidad que no se quería percibir ha acabado imponiéndose.

El independentismo se empecinó (contra toda la evidencia empírica disponible) en actuar como si solo hubiera una Cataluña: la que ellos identificaban con sus objetivos. Pero había, y hay dos, y la segunda plural y algo superior en número. Decretaron que sólo había una única, y excluyente, forma de ser y sentirse catalán, en una sociedad en la que tres de cada cuatro de sus componentes declaran sentirse catalanes y españoles, amalgamando, sin mayor dificultad, ambos sentimientos identitarios. Además, y mes tras mes, tras mes, los sondeos (esa voz del

pueblo infinitamente más fiable que el piar —que eso significa twitter— de las redes, que aturde más que informa) revelaban que el independentismo irreductible solo arracima al 30% de todos los catalanes; que la amplia mayoría ciudadana prefería una negociación (pero entendida como reajuste pactado de la actual Constitución para facilitar la permanencia de Cataluña en España, y no a lo Puigdemont/Junqueras: “referéndum o referéndum”, independencia o independencia”); que eran muchos más numerosos los catalanes opuestos a la famosa DUI que los que la apoyaban; y que la salida preferida a la situación existente por una clara mayoría era la convocatoria de nuevas elecciones, y cuanto antes. Todos esos datos

estaban ahí, pero como contradecían lo que desde el soberanismo se deseaba que fuera la realidad fueron ignorados.

Y luego las mentiras, tan toscas como innecesarias. “No digas media verdad; dirán que mientes dos veces si dices la otra mitad”: la recomendación de Machado ha sido persistentemente ignorada, con consecuencias muy dañinas. En este punto es fácil establecer un voluminoso catálogo, pero me limitaré a un único y especialmente ilustrativo caso, relatado por La Vanguardia (“La mentirijilla de Romeva”, 30-10- 17, página 23). En una rueda de prensa, el entonces ya exconseller Raül Romeva afirmó tener interlocución directa con las instituciones y embajadas europeas. Thomas Spekschoor, corresponsal en Bruselas de la radiotelevisión pública holandesa le pidió precisiones. Romeva contestó —en el usual estilo del soberanismo— con una larga cambiada que dejaba todo en la ambigüedad más absoluta. Spekschoor decidió investigar y —como luego divulgó en su reportaje “Los catalanes no tienen un pie en Bruselas”— constató que 20 de las 27 representaciones permanentes de los estados miembros de la UE con los que logró, sobre la marcha, conectar telefónicamente, negaron

tener contacto alguno con representantes del Govern.

Aprender a aceptar que la realidad puede no acompasarse con nuestros sueños o con nuestros deseos constituye la línea divisoria entre madurez y adolescencia. Y en su tozuda renuencia a mirar la realidad cara a cara, el procés ha estado instalado demasiado tiempo en la

adolescencia política. Antes o después, el inevitable resultado es el choque abrupto con la realidad, que es lo que ha ocurrido, sin descartar que algunos, pese a ello, sigan optando por imponer lo imaginario a lo real (lo que, en psiquiatría, tiene un nombre poco vistoso).

Como advirtió Albert Camus en un famoso discurso en Uppsala, allá por 1957, poco después de recibir el Nobel de literatura, todos tenemos derecho a nuestros propios sueños e ilusiones, pero nuestra verdadera patria común —la que no debemos posponer a ninguna otra consideración— es la realidad del tiempo que vivimos.

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