OPINION

'Test del tornasol' y democracia

El líder del PP, Pablo Casado, durante la sesión de control al ejecutivo celebrada este miércoles en el Congreso
El líder del PP, Pablo Casado, durante la sesión de control al ejecutivo celebrada este miércoles en el Congreso
Europa Press

En Estados Unidos se denomina'test del tornasol' ('litmus test') a esa pregunta crucial cuya respuesta resulta decisiva para inclinar la balanza a favor o en contra de alguien que aspira a un cargo público. Juan Linz (sin duda el politólogo/sociólogo español de mayor relevancia mundial) bautizó con esa expresión a la batería de rasgos que proponía fuesen tomados en consideración a la hora de evaluar la posible carencia del adecuado nivel democrático de una determinada figura política. Son tres: no desautorizar de forma inequívoca el uso de la violencia, propender a limitar los derechos y libertades de sus rivales, y cuestionar la legitimidad del sistema democrático vigente y del gobierno elegido. La detección de uno solo de estos rasgos sería, por sí sola, razón suficiente para poner en duda el grado real de compromiso democrático del personaje en cuestión.

Pensemos, por un momento, cuál sería el resultado de aplicar este “test del tornasol” a nuestros principales líderes políticos actuales: devastador, en una amplia mayoría de los casos. España (país que, no se olvide, es uno de los pocos que la 'Intelligence Unit' de 'The Economist' califica como “democracia plena”) tendría en serio peligro la supervivencia de su actual sistema político con muchas de sus actuales figuras públicas. Unos —pocos ya, es cierto— no terminan de abjurar, de forma clara, de la violencia física (en suma, de matar al oponente), pero les toma ahora el relevo una amplia mayoría que ha optado por una permanente violencia verbal, por un uso rutinario de la palabra como puño agresor y no como mano conciliadora o al menos dialogantemente tendida.

La comparación, por ejemplo, con la cortesía de la no por ello menos intensa vida política de Portugal —siempre tan cerca, tan lejos siempre — debería abochornarnos. Por turno, nuestros principales partidos se dedican a considerar ilegítimo que sea el otro quien ocupe el gobierno. Sin duda, nuestra clase dirigente actual, en bloque (y con escasas excepciones) suspendería el 'test del tornasol' del profesor Linz que, en cambio, habrían aprobado, y holgadamente, los políticos de la Transición. Y la paradójica —y desazonante— conclusión que de todo ello resulta sería que España es hoy una democracia plena, pero gestionada básicamente por demócratas deficientes.

El primer objetivo de una democracia es, ciertamente, garantizar su propia perdurabilidad, por encima de los lógicos vaivenes ideológicos que su existencia misma conlleva. Es decir, establecer unos muros de contención para el permanente y libre debate, propio de una vida política lo más plural, libre y abierta posible. De ahí la existencia de instituciones, procedimientos y modos que ordenen y protejan el espacio público. Algo cuya preservación deberían tener sumamente clara todos los actores del ruedo político. El riesgo para la democracia es que una mayoría coyuntural —todas lo son— se aventure a tomar decisiones que alteren o lesionen de forma grave el marco de juego previamente establecido y pactado entre todos. El gobierno de hoy puede ser la oposición de mañana, y a la inversa. Ningún partido tiene garantizada una estancia indefinida en el poder y por ello las decisiones más importantes deben ser siempre negociadas: solo así se evita el riesgo de su inmediata derogación tan pronto cambie el color del gobierno. En democracia solo se progresa negociando todo y con todos, generalizando el recurso al pacto: es decir, cediendo (todos, siempre, y en medida equivalente). Es un modo colectivo de avanzar relativamente lento pero también, por lo general, irreversible pues propicia que apenas quede nadie atrás.

Y luego están los modales, tan devaluados. Que Rita Maestre (de Más Madrid) elogie al alcalde de la capital, Martínez Almeida (del PP), se convierte en noticia insólita en vez de ejemplo a imitar: la buena educación, la sinceridad, el reconocimiento de que el adversario puede haber acertado tienden a ser considerados síntomas de flojera ideológica, de dejación de los propios principios, casi de traición al propio electorado. Es altamente improbable que el ejemplo dado por la concejal y el alcalde madrileño sea algo que se apresuren a seguir los colegas de sus mismas u otras formaciones. Empeñados en embarrar la esfera pública haciendo gala de grosería, de agresividad permanente, de intolerancia y de un exasperado belicismo argumental amenazan, en cambio, con gripar el funcionamiento de nuestra democracia y les impide estar en condiciones de superar el test del tornasol. Para nuestra colectiva desgracia.

Mostrar comentarios