OPINION

Cataluña: una simétrica incapacidad autocrítica

Dos rasgos me parecen especialmente destacables en la situación en que, tras dos intensos años de proceso independentista, se encuentra ahora Cataluña: por un lado, es percibida —y de forma cada vez más generalizada— como desastrosa; por otro, los principales actores implicados (por activa o por pasiva) en el desastre, es decir, el Govern y el Gobierno, siguen mostrando una incapacidad autocrítica llamativamente simétrica. 

El Govern y el independentismo —y por decirlo con palabras de Antoni Puigverd en La Vanguardia de este pasado lunes, día 16— ciertamente han “cometido errores como la copa de un pino. Errores que deben juzgarse. La fractura interna catalana, la vulneración de la ley, sin cuyo concurso desaparece la democracia bajo el peso del más fuerte; la destrucción de la cultura de la reconciliación y del pactismo interno y externo que caracterizó a la Catalunya antifranquista (…) se ha abusado del propagandismo, de la buena fe de la gente, de la opereta. Se ha mentido sobre las consecuencias del proceso”. Pero, hasta ahora, nadie ha reconocido de forma clara tantos errores cometidos ni ha ofrecido disculpas por ellos. Y nadie ha expresado tampoco, de forma rotunda (y sin que mediara tacticismo judicial alguno) el propósito firme no de renunciar al independentismo (que es una aspiración legítima y constitucionalmente protegida) sino de pretenderlo por vías estrictamente legales, sin prisas, sin atajos y con un inequívocamente amplio apoyo social.

Por su parte, el Gobierno de Rajoy ha incurrido en relación con el procés en lo que cabe entender como una permanente dejación de funciones.  Nunca pareció entender que estaba ante una cuestión que requería, con carácter urgente y permanente, un tratamiento y respuesta exclusivamente políticos. Optó por una gestión del problema de carácter jurídico-burocrática, despegada y distante, como si se tratara de algo de entidad menor en tanto no se produjeran hechos de entidad suficiente para justificar la activación de una respuesta judicial contundente. Es decir, de la menos política —y más socialmente traumática— de todas las respuestas posibles. En los días inmediatamente siguientes a los ya históricamente desdichados 6 y 7 de septiembre nadie, desde el Gobierno, sacó la cara en defensa del Estado en la forma esperable. La pretendida prudencia pudo parecer entonces, a muchos, más bien entreguismo. La inmensa y absurda sobrerreacción del día 1 de octubre multiplicó, en cambio, el potencial emocional de una situación que lo que requería era precisamente serenidad. Un doble, y grave desacierto (uno por defecto, otro por exceso) por el que nadie ha ofrecido explicaciones (no se diga ya disculpas). Al final ha sido la ciudadanía catalana no independentista la que se ha encargado de castigarlo, y de forma extremadamente dura, en las elecciones del 21 de diciembre.

Se pregunta Puigverd (un analista perspicaz y ponderado de la realidad catalana, que no sé si es leído como merece al oeste del Ebro) si en la hora actual existe, de una y otra parte, la voluntad sincera de superar tanto desatino. La hay, sin duda, en la sociedad catalana, y en la sociedad española en su conjunto: en ambas, son masivamente mayoritarios quienes desean que se abra ahora un tiempo de distensión, sosiego y negociación, y que el nuevo Govern (previsiblemente independentista) reconozca, sin por eso renegar de sus ideales, que estos no son los de toda Cataluña (sino, si acaso, de la mitad de ella) y que la forma de tratar de lograrlos —si ello fuera alguna vez una posibilidad tangible y no solo un anhelo— habrá de ajustarse a los cauces legales que a todos obligan, sin golpes de mano audaces ni chapuceras astucias. Por su parte, desde el resto de España (y sobre todo desde quien la gobierna ahora o lo haga en el futuro), habrá de eludirse toda tentación de “escarnio disciplinador”, como bien señala Puigverd, pues la democracia “no puede alzarse sobre la humillación de una importante minoría de más de dos millones”. Ni, tampoco —cabe añadir— sobre su sostenida manipulación emocional, presentándole como realidades lo que solo son ensoñaciones.

Todos los datos disponibles indican la existencia de un enorme capital de buena voluntad en los ciudadanos de Cataluña y en los del resto de España, y un compartido e intenso deseo de un tiempo político distinto. Solo cabe esperar que en el inevitablemente nuevo capítulo que ahora va a abrirse, nadie, a uno u otro lado del Ebro (y ya se trate de dirigentes, de exdirigentes, de políticos, de periodistas, o de ciudadanos de a pie) opte, de nuevo, por el encono y la confrontación en vez de por la concordia y el entendimiento. Lo que no parece ciertamente fácil, pero tampoco imposible.

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