En mi molesta opinión

El problema es la vacuna de las infantas, no los 5 millones de parados

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El problema es la vacuna de las infantas, no los 5 millones de parados.
L.I.

Con cinco millones de parados, cuatro de ellos oficialmente contabilizados y otro millón empaquetado en ERTEs, España es ya un país al borde del precipicio y el peor en el ranking europeo de empleo. Las ‘colas del hambre’ que se amontonan de norte a sur no son una distopía inspirada en la novela de los 'Juegos del hambre', ni un eufemismo de Caritas, sino la realidad cotidiana de miles de personas que no tienen lo básico para subsistir. Esto es lo que hay a día de hoy en la España de Sánchez e Iglesias, en la que se confirma una vez más que cuando llega la izquierda al poder sube el paro. Será una coincidencia, pero también una realidad.

Sin embargo, ¿han visto ustedes alguna manifestación callejera protestando por este insoportable número de parados, o por la inactividad del Gobierno y su correspondiente tranquilidad ante la desgracia? En estos casos se suele decir que si en las mismas circunstancias gobernara la derecha ardería Troya… Troya no sé, pero Génova seguro que tendría todos los días su pasacalles de pancartas a bombo y platillo mediático. Las avenidas de media España estarían tomadas y soliviantadas por indignados ciudadanos conscientes de que cinco millones de parados, una pandemia que azota y mata sin distinción, unas vacunas que no llegan y un Gobierno relajado -preocupado sólo por su imagen y echando las culpas a las CCAA o a Europa- son una tremenda catástrofe que nos está llevando a un inexorable precipicio.

Es cierto que hay calles quemadas y destrozadas -principalmente las de Barcelona- pero no por ciudadanos cabreados por la crisis social y económica sino por antisistema que asaltan tiendas y roban sus productos con la excusa de 'rapear' o rapiñar mientras gritan ¡Viva la libertad! de un rapero desnortado. No son tiempos fáciles para ningún Gobierno, cierto, pero tanta tranquilidad en una España en ruinas te empuja a sospechar de que los criterios de protesta social no son los mismos según el partido que gobierne. Para empezar, parece claro que los sindicatos, esos que se supone defienden a todos los trabajadores por igual, están conchabados con el Ejecutivo, y tienen puesto el freno de mano que en otras ocasiones, y por mucho menos, ya habrían convocado huelgas generales.

Es conocido por todos que la derecha no es experta en organizar manifestaciones y que su votante es perezoso a la hora de salir a la calle a protestar. Pero vivimos tiempos en los que la cruda realidad se impone al sectarismo de salón por el bien de todos y, sobre todo, por los más desfavorecidos. Las grandes manifestaciones callejeras nunca son espontáneas, siempre hay alguien -un sindicato, un partido- que las maneja a su albedrío. Ahora, con un Gobierno de coalición PSOE-UP (también llamado social-comunista) la complicidad y la tolerancia de los sindicatos es más que evidente.

Unos sindicatos que no buscan tanto la paz social como el no molestar al poder político. Es triste comprobar que la defensa del trabajador no pasa por la realidad de los problemas sino por el 'compadreo' de los líderes y la ideología imperante en perjuicio de la clase trabajadora. No me digan que Pablo Iglesias, que protesta todos los días por la calidad de la democracia, la vacuna de las infantas y otras sutilezas, no debería quejarse también -si fuera un político justo- de las políticas de empleo que este Gobierno NO propone.

En este juego de espejos donde la realidad no se refleja con veracidad ni transparencia, tienen mucho que decir los medios de comunicación que, en lugar de plasmar los hechos y buscar la ecuanimidad informativa, entran al trapo del Gobierno y construyen trampantojos que confunden al ciudadano. Una gran mayoría de esos medios, guiados por su ideología más que por su profesionalidad, venden unos escenarios de la actualidad muy ajenos al drama social que estamos viviendo. Hoy se acepta que los medios de comunicación ignoren la objetivad en beneficio de una línea editorial, incluso si ello significa sacrificar la búsqueda de la verdad y la imparcialidad. Error, inmenso error.

Como muestra de este dislate político e informativo, la semana pasada asistimos a la lapidación de las infantas Elena y Cristina por haberse vacunado en los Emiratos Árabes. El hecho puede ser llamativo, y teniendo en cuenta la mala baba de este encabronado país también puede ser debatible, pero no reprobable, ya que desde 2014 no forman parte de la Casa Real y no tienen subvenciones del Estado, y son ciudadanas libres. En ningún momento perjudicaron a nadie -más bien lo contrario- ni abusaron del sistema sanitario español, no como otros políticos. Que para visitar a su maltrecho -en todos los sentidos- padre debieran vacunarse y aprovecharan la oportunidad, sólo indica que actuaron con sentido común. Algo que hoy escasea mucho en España y que motiva que se organice un escándalo de dimisiones absurdas con el objetivo de desviar la atención de los problemas sustanciales que no sabe resolver el Gobierno y, de paso, se ahonde un poco más en el descrédito de la monarquía con el objetivo de cargarse el modelo de Estado.

En esta cacería absurda de las infantas no sólo entraron a degüello los políticos independentistas y comunistas, sino un gran plantel de medios de comunicación que bajo el criterio de “aquí nos jodemos todos por igual” -muy propio de la cochina envidia española- criticaron la vacunación. He llegado a oír en alguna televisión que como el pobre periodista de turno no podía visitar a su padre porque no estaba vacunado, las infantas tampoco podían vacunarse. En lugar de protestar y exigir al Ejecutivo que lleguen pronto más vacunas para todo el mundo, en lugar de pedir que Pablo Iglesias trabaje y haga algo como vicepresidente, lo más fácil es disparar contra el pianista, es decir, contra las infaustas infantas. Queda claro, que además de necesitar una vacuna para el Covid, precisamos de una vacuna contra la estupidez y la demagogia. 

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