OPINION

Ni un Consejo en Barcelona ni el ibuprofeno son solución para Cataluña

Dicen los expertos en dolencias políticas que el ibuprofeno no sirve para detener la hemorragia separatista de Cataluña. Josep Borrell, un señor ministro de Exteriores que viaja menos que Pedro Sánchez pero que sabe dar buenos “viajes” cada vez que habla -recuérdese el “serrín y el estiércol” que le dedicó a Rufián en plena sesión parlamentaria-, ha reconocido públicamente que “la política de ibuprofeno de Sánchez en Cataluña ha tenido poco éxito”.

Y es que para rebajar la tensión y apaciguar los ánimos de una sociedad recalentada por unos provocadores profesionales bien engrasados con dinero público, hay que tener en frente a un interlocutor que, como mínimo, tenga la intención de trabajar la racionalidad, actitud que nunca luce el siempre exacerbado presidente interpuesto Quim Torra. Estos días hemos visto como los Comités de Defensa de la República, los CDR, campaban a sus anchas y cortaban cómo querían y por dónde querían algunas autopistas y avenidas catalanas, mientras los Mossos contemplaban el alegre vuelo de los pájaros y se revestían de una patética inacción, impropia de cualquier cuerpo policial, sino fuera porque tienen como jefe supremo a un activista instigador, que de tarde en tarde también intenta ejercer de presidente de la Autonomía, aunque sin buenos resultados.

Esta doble moral de Torra, que incluye sus desafortunadas y peligrosas referencias a la vía eslovena, resumida en dos cifras -10 días de guerra y 76 muertos-, ha conseguido despertar a Pedro Sánchez de su sueño imposible: convencer con ambiguas palabras al mundo independentista de que no hay nada mejor que sentarse a buscar una solución. Pero ese mundo independentista, que no tiene previsto entrar en razones legales ni constitucionales, y que además se ve sacudido con frecuencia por los temblores enajenados del fugado de Waterloo, prefiere apostar por la "kale borroka" antes que buscar una salida que propicie el bien común de la sociedad catalana, hoy día muy dividida, muy alarmada y muy cansada de perder su esplendor y prosperidad social y económica.

El antiinflamatorio de Sánchez no funciona. Eso está claro. Él ha intentado apaciguar los ánimos para compensar el apoyo que le dieron los anti-españoles a su moción de censura, pero el resultado ha sido el que cabía esperar: el regreso inmediato a la gresca y a la desobediencia verbal y viral. La Generalitat gobernada por los independentistas no busca la paz social, sino la alarma continua que desacredite la democracia española. Había que derrocar a Rajoy pero el futuro no podía ser mejor después de la muerte política del ex presidente popular. Están/estamos en un callejón con una única salida: la legalidad. Pero mientras ésta llega hay que dinamitar toda esperanza. No vaya a ser que los separatistas, además de vencidos, parezcan derrotados. La nobleza política ya no existe, ahora sólo hay tácticas partidistas para calentar el puchero de los votos. ¿Habrá alguien que quiera dignificar la política tratando a los ciudadanos como seres inteligentes? Tengo mis dudas, como las tienen millones de españoles que ya han convertido a los políticos -según el CIS- como su principal problema.

Tanto Pedro Sánchez como Mariano Rajoy estudiaron hace años (2014-2015), cada uno por su cuenta, la posibilidad real de llevar la sede del Senado a Barcelona. Era una forma de demostrar que Cataluña es una parte fundamental del Estado español y contrarrestar así el argumento de los separatistas de que la autonomía ha sido descuidada por el Gobierno durante décadas. Ni uno ni el otro se atrevieron en ese momento. Incluso algunos, como Societat Civil Catalana, hablaron de la conveniencia de que el Estado declarara la cocapitalidad de Madrid y Barcelona. Buenas intenciones que se quedaron en fuegos artificiales. Visto con el tiempo, no eran malas propuestas de cara a solucionar el papel de Cataluña en España.

Desde que Madrid -hace ya algunos años- se ha puesto a la altura de Barcelona en modernidad y prosperidad, los catalanes se sienten incómodos, e incluso dolidos, con "j". No encuentran su papel dentro de la estructura de España. No lo admiten públicamente, pero lo reconocen 'sotto voce', nadie valora su aportación al proyecto de España. Nadie les mima, ni les admira como ellos querrían. Sólo se les pide que aporten pasta y que callen. Y el orgullo catalán, casi siempre sentimental, se ha sentido herido en lo más profundo, sobre todo al darse cuenta de que su gran rival -la fea de la Meseta- era tan prospera y moderna como ellos.

Antes, Madrid sólo podía presumir de ser la capital del Estado, pero más allá sólo era un "poblachón manchego", como dijo Mesonero Romanos. Mientras que Barcelona lucía como capital de la cultura y lo moderno, la ciudad más europea y más cosmopolita de España. Madrid era la capital de la burocracia y Barcelona de todo lo demás. Pero desde que esto cambió, y se igualaron las fuerzas, las envidias florecieron y el desencantó se convirtió en enfrentamiento radical. Y llegó la hora de abrir la caja de Pandora del independentismo para, de algún modo, volver a tener protagonismo, aunque fuera en su versión más negativa.

Así las cosas, y el Senado todavía en Madrid, Sánchez se ha sacado de la chistera la vieja idea de hacer un Consejo de Ministros en Barcelona. A buenas horas mangas verdes. No es como trasladar la Cámara baja, aunque sí sirve como detalle de buena voluntad. Pero no, al separatismo radical le parece más bien todo lo contrario, una afrenta y una provocación. Normal, dentro de la anormalidad catalana. El próximo día 21, Sánchez y sus ministros viajaran a Barcelona para celebrar un consejo de Ministros del Gobierno de España. Un hecho que no debería ser ni noticia, se convierte en una ocasión perfecta para calibrar las fuerzas y estrategias políticas de unos y de otros.

Pedro Sánchez no va a Barcelona para exhibir su poderío institucional, sino en son de paz. Aunque el gesto le pueda salir por la culata, ya que hay todo un plan orquestado para paralizar Cataluña en ese fecha. Incluso los GAAR (Grupos Autónomos de Acción Rápida), el nuevo brazo activista de los independentistas, anuncia todo tipo de sabotajes y alborotos para hacer que ese día Barcelona, y toda la Cataluña separatista, demuestre su gran malestar ante tan molesta visita. Nada nuevo bajo el sol, sino fuera porque hay muchas incógnitas que penden en el aire: ¿cómo reaccionarán los Mossos?, ¿serán de nuevo estatuas de sal? ¿Tendrá que intervenir la Policía Nacional y la Guardia Civil? ¿Demostrará Sánchez la fuerza de Estado ante los independentistas? ¿Se romperán las mínimas relaciones institucionales que existen entre la Generalitat y el Gobierno? ¿A quién beneficiará y a quién perjudicará todo este jolgorio radical? Muchas son las cuestiones por resolver y muchas las expectativas pendientes sobre el próximo 21-D. Permanezcan atentos a la pantalla, porque lo que se avecina tampoco se solventa con ibuprofeno.

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