OPINION

Para ser moderno y enrollado hay que hablar mal de España

E

l pasado viernes 27 de octubre, día de la proclamación de la falsa república, estuve cenando en Barcelona con una veintena de catalanes. Pude ver de cerca sus caras que en buena medida reflejaban la angustia social de una tierra sensible que vive horas de incertidumbre y desconcierto. Sobre todo, porque están despertando de lo que, los independentistas, creían era un dulce sueño y no es más que una pesadilla real.

Ya conocen el cuento de Monterroso: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Pues se confirma el pronóstico. Cuando los independentistas han declarado su ilusoria república el Estado español todavía estaba allí, y su aliento jurídico se hacía notar gracias al artículo 155 que sirve para defender el autogobierno catalán.También se encontraron con una decisión simple pero muy efectiva: unas elecciones autonómicas para el 21 de diciembre.

La tocata y fuga a Bruselas de Carles Puigdemont ha servido para ponerle música de camaleones a un disparate que tardará años en olvidarse y en cicatrizar. A pesar de ello, aún queda algún primo que piensa que la culpa de toda esta debacle separatista la tiene la intolerancia del Gobierno español, que no se sienta a dialogar ni acepta que Cataluña sea una República. Pero ahora ya estamos en otra fase: en la electoral y en la jurídica. La primera nos acompañará hasta el 21-D y la segunda vaya usted a saber, todo depende en buena medida de la actitud del ex president de la Generalitat y de los jueces belgas.

Los días recios en palabras y manifestaciones seguirán, pero la sangría secesionista se ha detenido. Rajoy ha conseguido con la disolución del Gobierno catalán devolverle el prestigio al Estado de derecho español, y a la democracia representativa frente a los nacionalismos y populismos. Y sobre todo, ha evitado un temor que latía de manera silenciosa en toda la sociedad, que viviéramos sobre un Estado de derecho fallido.

Puigdemont se equivocó por culpa de los suyos, o no tan suyos, visto lo visto. No le permitieron convocar las elecciones, algo que le hubiera hecho ganar la mano frente a Rajoy. Ellos, los proclamadores de la falsa república, querían sacar a la gente a la calle y bloquear las instituciones para frenar la aplicación del 155, pero cuando comprobaron que Rajoy sólo quería restituir la legalidad y convocar elecciones se dieron cuenta de que su estrategia no funcionaría y era mejor envainársela y apelar al conveniente pacifismo.

Más de medio ex Gobierno catalán ya ha entrado en la cárcel, con Oriol Junqueras al frente. Ahora falta que pasen por taquilla Puigdemont y tres consellers más fugados a Bruselas, y la mesa del Parlament. Cuestión de horas. La matraca del victimismo vuelve a ponerse en marcha. Ahora ya no es España nos roba, sino España nos encarcela. Sonarán tambores de guerra contra la Justicia y contra el Gobierno de Rajoy, como de costumbre. Oiremos las mismas acusaciones que escuchamos cuando eran encarcelados los etarras. Tormenta mediática con resonancia internacional, que estará apoyada y alimentada por algunos partidos como Podemos, ERC, Bildu, etc.; cuyo objetivo primordial es cargarse el sistema democrático español. Parece que todo vale contra la pintoresca España. Con partidos políticos como estos no hacen falta enemigos externos. Nosotros mismos somos nuestros peores adversarios.

Se diría que para ser un español moderno y enrollado hay que estar en contra de España; que defender su Constitución y su democracia es un asunto de fachas trasnochados. Es cierto que tenemos algunas asignaturas pendientes, y que una de las más acuciantes es dotar al linaje español de un contenido superior y más exacto del que ahora ostenta. Los toros, el flamenco, la paella, la siesta, el sol… ya no son los arquetipos que más nos representan.

España tiene la oportunidad y la obligación, gracias a Cataluña y con Cataluña, de actualizar sus símbolos nacionales y sus valores intrínsecos, que van desde ser un país solidario, tolerante, con un buen Estado de bienestar y de derecho, generoso, trabajador, alegre, respetuoso con su diversidad y descentralizado, al que cada año acuden más de ochenta millones de extranjeros buscando calidad de vida y de clima. Un país que adoran cientos de millones de personas pero que muchos de sus habitantes tienen miedo o vergüenza o lo que sea a defender y a amar. Sí, ya sé, que gracias a Puigdemont y compañía el patriotismo español ha subido muchos enteros, pero no se trata de eso, si no de quitarnos de encima nuestra pulsión patriótica destructiva.

Un defecto, por llamarlo suavemente, que nos viene de lejos. Y si no, recuerden los versos del poeta decimonónico, precisamente catalán, Joaquim Bartrina:

“Oyendo hablar un hombre, fácil es

saber dónde vio la luz del sol.

Si alaba Inglaterra, será inglés.

Si reniega de Prusia, es un francés

y si habla mal de España… es español”.

Pero esta es una profunda cuestión sobre el ser español que habrá que resolver en un futuro no lejano. Ahora tenemos entre manos un asunto más urgente: que toda España, incluidas las tierras del noroeste, vuelvan a vivir y a dormir en paz. Costará algo de tiempo y de sudores, pero hay que lograrlo con Justicia, fraternidad y sin rencores.

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