OPINION

Volvamos al espíritu de la Transición para mejorar la democracia española

Por los mentideros mediáticos nacionales ha circulado estos días una frase atribuida a Guillermo Fernández Vara, presidente de Extremadura, ese mismo señor al que se le estropean los trenes cada dos por tres, y aunque tiene necesidad y razón de protestar mucho por los desaguisados ferroviarios que padece su región, no puede hacerlo con demasiada vehemencia ya que el Gobierno central y responsable de que los trenes funcionen y lleguen a su hora, es de su misma ideología, socialista.

Como buen zorro político que atesora experiencia e inteligencia, Fernández Vara ha templado gaitas y ha dado estopa con guante blanco, y cuando su director de Transportes llamó “ineptos” a los responsables de Renfe, Vara se limitó a soltar un elegante “debemos garantizar que estas cosas no vuelvan a ocurrir”. Sin embargo, la frase que me llamó la atención no fue esta, que resulta de lo más obvia, sobre todo a cinco meses de una elecciones autonómicas. La otra frase referida iba cargada de un sencillo sentido común, ese que tanto gusta por su escasez, ya que hoy día es más difícil encontrar un poco de lucidez razonable en un político que una trufa blanca de medio kilo en un bosque. La frase en cuestión venía a decir que los políticos deben dedicarse a resolver los problemas reales de los ciudadanos, y no a crear múltiples conflictos formales que sólo les interesan a los propios políticos. Es cierto que nuestros gobernantes no vienen de Marte, pero en la mayoría de las ocasiones se comportan como verdaderos extraterrestres.

La Transición política de España sigue siendo considerada por millones de españoles un tiempo brillante de nuestra Historia y un espejo donde debemos mirarnos y aprender grandes lecciones de concordia y vida en común. Sí, ya sabemos que ahora los “adanistas" quieren cargarse cualquier buen recuerdo de la Transición, alegando todo tipo de taras formales y de fondo. Entre otras, que ellos no estuvieron allí y no votaron, por ejemplo la Constitución, a la que de paso también quieren darle un buen meneo. Incluso pretenden cambiar la forma de Estado, Monarquía parlamentaria, y convertirla en República. Todo un gran debate que hoy no está sobre la mesa pero que tarde o temprano quizá debamos afrontar, aunque nos arriesguemos al tocar uno de los pilares de nuestra joven democracia.

Menciono la Transición como ejemplo y modelo de una época que, aún llena de errores y algunos desencuentros entre los políticos, las cosas salieron de manera ejemplar por una cuestión vital: existía un objetivo común. Todos los políticos, más haya de sus ideologías, sabían cual era su destino principal: alcanzar para España y los españoles una democracia de pleno derecho. Cuando la mayoría tiene claro a dónde se dirige y está de acuerdo en ese destino, tardará más o menos, pero llegará a buen puerto. Y España llegó a su democracia porque todos querían y estaban de acuerdo en alcanzarla. Y todos supieron renunciar a muchas de sus ideas y voluntades para lograr el gran acuerdo. Lo que hizo posible la llegada de la democracia no fueron sólo los intereses políticos, sino que todos los representantes reconocían que existía un bien superior a sus intereses particulares: la sociedad española y la nación.

Hoy día, ese es el mayor problema político que tenemos, reconocer el bien superior que ya no es la sociedad española, ni tan siquiera la nación española. Hoy, el orden de los factores lo circunscribe todo a los intereses del líder, y luego a los intereses de su partido, y muy en tercer lugar a los de la nación. El bien general, desde el punto de vista de un líder político, ha quedado supeditado a conquistar de cualquier modo el mayor apoyo electoral, aunque para ello deba saltarse algunas líneas rojas. Todo vale si con ello alcanza el poder o se mantiene en el poder.

Y no hablemos de la falta de un objetivo común entre toda la clase política, que debería guiarse por la defensa del bienestar, la Justicia y la prosperidad de la sociedad, así como la unidad territorial, circunstancia fundamental si se quiere evitar la descomposición de una nación. Hoy, ningún partido tiene un claro proyecto para España, ni social, ni económico, ni de regeneración. No existe una idea clara de qué modelo de país queremos construir en los próximos años, para dejárselo a las generaciones futuras. Normalmente, se pierden muchas horas y muchas esfuerzos en debates menores que sólo afectan al ombligo de los políticos.

El último caso de filibusterismo o tacticismo político lo tenemos en Andalucía. El toma y daca entre PP, C’s y Vox sigue dando de qué hablar. Es verdad que no podemos exigirles a los políticos de turno que sean generosos y renuncien a vender caro su voto, pero resulta cansino ver como marean cada día más la perdiz sabiendo que están condenados a entenderse. La experiencia y la sensatez nos hace ver que el pacto de las derechas está hecho, incluso con el apoyo puntual de Vox, pero quedan más de diez días para la fecha clave y los partidos quieren rentabilizar la ocasión para que se hable de ellos el máximo tiempo posible en todos los medios de comunicación. Para lograrlo basta tensar las cuerdas y recordar los postulados que cada uno defiende y ponerse un poco estrecho de miras, exigiendo incluso cosas imposibles. Pero en definitiva el cambio en Andalucía está garantizado, aunque llegará pocos días antes de que se cierre el plazo. De esto sabe mucho Ciudadanos, que son unos grandes negociadores.

Pero lo que nos debe preocupar no es sólo el cambio en Andalucía, sino en toda España. Un cambio que va más allá de siglas políticas y se centra en las actitudes políticas. Los representantes políticos deben regresar a la ejemplaridad y al bien común, y huir del sectarismo y las batallas partidistas para afrontar una nueva forma de hacer política que implique guiarse más por el interés general. Quizá esto sea mucho pedir, pero tal y como están las cosas en esta España desorientada tal vez debamos exigirlo seriamente los ciudadanos con nuestro voto. En mayo habrá varias elecciones y tendremos la oportunidad de pedir de forma enérgica cambios formales y sustanciales.

Una de las soluciones está en regresar a la inteligencia y generosidad que tuvieron aquellos españoles de los años setenta, incluidos los políticos de la época. Y exijamos a los gobernantes de hoy lo que se les exigió a los de la Transición: que se esfuercen por regenerar una democracia que sea capaz de acoger a todos y que prime el interés general por encima del interés particular. Ahora podemos volver a reconstruir esta democracia y exigirles a los gobernantes un proyecto de país que vaya más allá de sus narices y de sus intereses partidistas. Con el potencial que tiene España, si alguna vez jugáramos todos a hacer de este territorio algo más que un patio de disputas, quizá las cosas cambiaran y el futuro pintara mejor para todos. Los ingleses tiene su “Dios salve a la reina”, nosotros deberíamos aprender a entonar “Dios salve a España y mejore nuestros políticos”. Quién sabe, a lo mejor algún día incluso lo conseguimos.

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