Econopatías 

Cómo ponerse a reducir los gases de efecto invernadero

Ya nadie puede obviar sus emisiones de gases de efecto invernadero / Pixabay
Cómo ponerse a reducir los gases de efecto invernadero. 

Con la cumbre climática de Glasgow (COP26) otra vez más hemos asistido a la escenografía de líderes mundiales y otros presidentes de Gobiernos proclamando su preocupación por la crisis climática y su compromiso por reducir los gases de efecto invernadero que la están acentuando. Junto a ella, también se ha repetido la de los activistas contra el cambio climático que reclaman actuaciones políticas más decididas para evitar lo que consideran una catástrofe inevitable si los acontecimientos siguen en su curso actual. Los resultados, como en cumbres anteriores, han vuelto a ser magros.

Aparte de la vuelta de Estados Unidos tras la retirada de los acuerdos de París durante la Administración Trump y las declaraciones grandilocuentes habituales, solo destacan dos compromisos: el de alrededor de 100 naciones para reducir las emisiones de metano en un 30% de los niveles de 2020 para 2030 y el de limitar el calentamiento global a 1,5 grados centígrados por encima de los niveles preindustriales, sobre el que China, el mayor contaminante mundial, ha puesto algunas reticencias.

Ahora bien, aun aceptando tales compromisos, de lo que se trata es de ponerse cuanto antes a desarrollar los medios para que se cumplan. Para ello hay que reducir (mucho) las emisiones de gases de efecto invernadero y reabsorber (mucho) el que ya está en la atmósfera. Esto plantea retos tecnológicos y la necesidad de invertir en nuevas formas de producir energía de manera que sean atractivas a los consumidores.

Sin embargo, el principal problema no es la falta de tecnología y de nuevas infraestructuras para su desarrollo. La eficiencia en la producción de energía verde ha aumentado significativamente y lo seguirá haciendo. Pronto tendremos la manera de almacenarla para que acabe por sustituir completamente a la “energía marrón”. Y las inversiones necesarias para extender las infraestructuras necesarias para utilizarla no son tan costosas. Por ejemplo, en el caso del transporte por carretera solo es necesario que la demanda aumente suficientemente para que la instalación de suministradoras de energía verde sea rentable, con la iniciativa pública contribuyendo a ello mediante las subvenciones correspondientes. Lo mismo ocurre con la implantación de otras tecnologías para reabsorber gases de efecto invernadero: están disponibles, avanzarán más y solo hace falta un ajuste de precios relativos que las haga rentables.

Sin embargo, es cierto que hay un periodo de transición en el que la clave es desincentivar la producción y el uso de energía obtenida con emisiones de CO2. Y para reducir la dependencia del gas durante ese periodo hay que acelerar el ajuste de precios relativos para reducir la rentabilidad y el consumo de la producción de energía marrón y para hacer más atractivos el desarrollo y el consumo de “energía verde”, tanto para los hogares y empresas de cada país como para cada país en su conjunto. Desde el punto de vista económico, la forma de hacerlo es bien sencilla: impuestos (más y de mayor cuantía) sobre la producción de energía marrón y subvenciones a la producción y al consumo de energía verde.

Aun siendo fácil desde un punto de vista económico, en los ámbitos políticos la viabilidad y la utilidad de impuestos y subvenciones verdes se reciben con bastante escepticismo. La razón de ese escepticismo, aunque comprensible, no está justificada. Tanto dentro de cada país como en la dimensión internacional, la principal oposición a estas medidas tiene que ver con la desigualdad que resultaría de su implementación. Familias y empresas más consumidoras de energía marrón y que más negativamente serían afectadas por el cambio de precios relativos son también las que tienen menor renta y capacidades para realizar la transición energética. A escala internacional, los países en vías de desarrollo, que han emitido muchos menos gases de efecto invernadero, se resisten con razón a pagar por sus emisiones cuando en el pasado estas se hicieron libremente y con total impunidad.

Pero resulta que esas resistencias son fácilmente superables con la apropiada combinación de impuestos y transferencias. Dentro de cada país, una justa distribución de los costes de la transición energética puede hacerse mediante “cheques verdes”, esto es, transferencias a las familias y empresas de menores recursos y para las que resulte más costosa realizar dicha transición. A escala internacional, se podría constituir un fondo global al que contribuyeran los países en función de sus emisiones y/o esfuerzos por reabsorber gases de efecto invernadero y cuyos fondos se utilizaran para compensar a los países en vías de desarrollo y para incentivarlos a llevar a cabo un desarrollo económico “verde”. Y para los países más reticentes, se pueden establecer “ajustes en frontera” a los precios de sus productos de exportación equivalentes a los impuestos sobre la energía marrón en los países importadores.

Impuestos medioambientales, cheques verdes y transferencias internacionales para coordinar la lucha contra el cambio climático no son ideas nuevas. Llevan discutiéndose mucho tiempo. Y sabemos que sin las señales y los incentivos que proporcionan los precios relativos no será posible reducir los gases de efecto invernadero con la rapidez e intensidad necesarias. A Jean-Claude Juncker, ex presidente de la Comisión Europea, se le atribuye la frase: “Sabemos lo que hay que hacer, pero no sabemos cómo ser reelegidos después de hacerlo”. En este caso, se sabe lo que hay que hacer, cómo hacerlo y, además, la opinión publica parece totalmente a favor de que se haga con las compensaciones adecuadas. Es por ello por la que la inacción política resulta aun más dolosa.

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