Econopatías

De equidad intergeneracional: los jóvenes van perdiendo

Jóvenes sin mascarilla
De equidad intergeneracional: los jóvenes van perdiendo
Europa Press

El rápido y elevado aumento de la deuda pública, la evidencia creciente de la insostenibilidad financiera del actual sistema de pensiones, el deterioro persistente en los resultados laborales de los jóvenes, las deficiencias incesantes del sistema educativo, las consecuencias económicas y sociales del cambio climático: todo ello está contribuyendo a que el concepto de equidad intergeneracional ocupe un lugar prominente entre los objetivos prioritarios que las políticas económicas deberían tener en cuenta. Por equidad intergeneracional se entiende que cada generación tiene el derecho de recibir las mismas oportunidades y recursos culturales, sanitarios, económicos y medioambientales. Medir un concepto tan etéreo no es una tarea fácil pero, miremos dónde miremos, existen señales preocupantes de que, a este respecto, la brecha entre las generaciones se está agrandando en perjuicio de lo que ahora se llama generación Z o posmilenial.

Hay dos maneras de disminuir las oportunidades económicas de las generaciones siguientes. Una es a través del juego de las transferencias intergeneracionales que se instrumentan con la deuda pública y los sistemas de pensiones. Para aproximar estas transferencias, dos economistas norteamericanos, Alan J. Auerbach y Laurence J. Kotlikoff, idearon las cuentas generacionales, que indican el valor presente de los impuestos (netos de transferencias y bienes y servicios públicos) que, dada la deuda actual y los compromisos de pensiones futuros, las generaciones actual y futuras tendrían que pagar para que el sector público cumpliera con sus compromisos de deuda. Así, las cuentas generacionales señalizan la carga a la que las futuras generaciones tendrán que hacer frente por la reducción de impuestos o el exceso de gastos públicos de los que disfrutan la generación actual. También permiten apreciar el margen disponible para, en función del crecimiento esperado de la productividad, redistribuir recursos entre la generación actual y las siguientes y para estimar el impacto de dicha redistribución sobre el ahorro y la riqueza nacional.

Que en España no exista todavía un organismo público encargado de elaborar periódicamente estas cuentas generacionales es un síntoma de la escasa preocupación que ha existido por los ejercicios de prospectiva, en general, y por la equidad intergeneracional, en particular. Estudios recientes de las transferencias intergeneracionales que se instrumentan a través del sistema de pensiones concluyen que la generación actual de pensionistas está recibiendo unas prestaciones que, medidas en tasa de rentabilidad de sus cotizaciones sociales, son dos o tres veces superiores a las que podrían recibir las generaciones futuras (que para alcanzar la sostenibilidad financiera del sistema de pensiones no deberían superar el 2% anual, siendo ésta una estimación optimista del límite superior). Que la ratio deuda pública-PIB se esté acercando al 130% y que se prevean disminuciones significativas y próximas de la misma solo en escenarios muy optimistas, es otra señal de que la carga de deuda sobre las generaciones futuras está aumentando, no solo con las pensiones sino también con otros programas de ingresos y gastos públicos. Otra señal muy preocupante es la elevada incidencia de la pobreza infantil que, por sus efectos de largo plazo, aminora la productividad y las oportunidades laborales futuras de los niños que la sufren. Según los últimos datos de la Encuesta de Condiciones de Vida y Trabajo del INE, la tasa de riesgo de pobreza o exclusión social entre los menores de 16 años es del 31,2% (es del 25% aproximadamente para la población de 30 a 64 años de edad y del 20% para los mayores de 64 años).

La segunda manera de disminuir las oportunidades de las generaciones siguientes es reducir las inversiones o la eficacia de dichas inversiones en capitales productivo, humano, social y medioambiental que aumenten el potencial de crecimiento. Por ejemplo, si la deuda pública se dedicara a inversiones que mejoraran suficientemente dicho potencial sin que parte de esa ganancia se redistribuyera a la generación actual, se estaría beneficiando relativamente a las generaciones futuras.

Lamentablemente, no parece que este sea el caso. La inversión en infraestructuras y su mantenimiento, la transición energética y otros programas y reformas para mejorar el capital productivo y su productividad no progresan adecuadamente. El sistema educativo, a juzgar por los resultados de los exámenes internacionales de los programas PISA de la OCDE y similares de otras instituciones, no está proporcionando las aptitudes (y las actitudes) necesarias para mejorar los resultados laborales de nuestros jóvenes estudiantes. E, incluso cuando lo esté haciendo en algunos casos, el mercado laboral español sigue siendo un territorio hostil para ellos. Tanto en días de trabajo como en salarios, los jóvenes españoles han visto deteriorase los resultados que obtienen al transitar del sistema educativo al mundo laboral. Y esto no ha ocurrido solo en las dos últimas recesiones (la Gran Recesión de 2008-2014 y la actual causada por la pandemia de la Covid-19), tampoco durante los periodos expansivos recientes han mejorado dichos resultados. De nada sirve invertir en capital humano si luego tal inversión resulta desaprovechada por las disfuncionalidades de una legislación laboral también sesgada a favor de la protección de las generaciones menos jóvenes de trabajadores.

En definitiva, hay muy buenas razones para preocuparse por la equidad y, no solo en comparaciones estáticas, sino también y, principalmente, en lo que respecta a las peores condiciones y oportunidades que estamos dejando a las generaciones futuras. En esto, los jóvenes van perdiendo y si ellos pierden, acabaremos perdiendo todos. 

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