Econopatías 

Los (no tan) felices años veinte

Billetes de euro.
Billetes de euro.
Lukasz Radziejewski de Pexels.

Se suele criticar a los economistas por no ser capaces de predecir el futuro. Sin embargo, la Economía es, entre todas las ciencias sociales, la que más reconoce que las expectativas sobre el futuro juegan un papel fundamental en las decisiones que toman hogares y empresas y, por tanto, en los efectos que acaban teniendo las políticas económicas y sociales. Grandes maestros de la Economía desdeñaron en cierta medida la importancia de las expectativas (por ejemplo, John Maynard Keynes: “en el largo plazo todos estamos muertos”, “los mercados se mueven por espíritus animales, no por la razón”). Sin embargo, desde entonces la experiencia nos ha enseñado que no contar con ellas a la hora de anticipar los efectos de las políticas económicas conduce a la inoperancia.

Estamos ahora en un momento en el que predominan las expectativas optimistas. Hay una corriente de opinión que anticipa que una vez que se controle totalmente la pandemia causada por la Covid-19, se producirá una gran recuperación económica, incluso una década de abundancia similar a la de los “felices años veinte” del siglo pasado. Dicha recuperación estaría impulsada por la liberación de la movilidad y del consumo, constreñidos durante los últimos quince meses, por el ahorro acumulado por las familias en dicho periodo y por la disponibilidad de fondos públicos para estimular la inversión que facilitaría el Plan para la Recuperación, Transformación y Resiliencia financiado bajo los auspicios del programa Next Generation EU. Estas expectativas positivas se retroalimentarían y sostendrían un contexto económico muy favorable para los años venideros.

Sin embargo, existen varias razones para dudar de un escenario tan favorable. Una tiene que ver con que el impulso del consumo y de la inversión puede no ser tan elevado ni tan persistente como se presume. Para empezar, gran parte de los bienes y servicios que hemos dejado de consumir durante el confinamiento y otros periodos de distanciamiento social, no son recuperables. Los viajes que no hicimos, las comidas en restaurantes que no tuvimos y las actividades recreativas que nos perdimos, no volverán. Y, además, pueden producirse cambios permanentes en las pautas de consumo que limiten su crecimiento.

En segundo lugar, el aumento del ahorro que ahora estaría disponible para impulsar el consumo se ha concentrado solo en la parte alta de la distribución de la renta. Han sido los hogares que han mantenido su empleo en las mismas condiciones por el teletrabajo, los que significativamente han acumulado ahorro. La falta de oportunidades de empleo y la disminución de rentas del resto de hogares, que tienen una propensión marginal a consumir mayor, constituyen un lastre importante para el crecimiento del consumo que se suele infravalorar.

En tercer lugar, la acumulación de deuda pública registrada desde la Gran Recesión de 2008-2014, ahora acelerada por la crisis de la Covid-19, junto a los problemas de financiación de las pensiones hacen vislumbrar un futuro en el que aumentarían los impuestos y disminuirían las transferencias a los hogares, lo que debería traducirse en un aumento del ahorro por motivo precaución. Y hogares más precavidos consumen menos.

Finalmente, los fondos europeos, que algunos consideran la panacea que resolverá todos los problemas económicos, solo serán eficaces en la medida en que se utilicen para solventar las deficiencias estructurales de la economía española.

Y hablando de estructura, hay dos tendencias que dificultan la reedición de los “felices años veinte” del siglo pasado. Una es demográfica: cuando la población en edad de trabajar crece más despacio que la población total, la renta per cápita disminuye. Y esta tendencia demográfica negativa la vamos a tener no solo en la próxima década, sino en todo lo que resta de este siglo. También el envejecimiento de la población en edad de trabajar (menos trabajadores jóvenes, más trabajadores cercanos a la edad de jubilación) es poco favorable a la innovación y al crecimiento de la productividad.

Y esta es la segunda tendencia que debería preocuparnos muy seriamente: en los dos decenios que llevamos de este siglo, el crecimiento de la productividad ha sido extremadamente magro. Con las deficiencias de nuestro sistema educativo, un sector de I+D mal financiado, deficientemente regulado y que produce cada vez menos resultados per cápita, y un mercado de trabajo que no favorece la acumulación de capital humano, especialmente a edades jóvenes, el futuro no se presenta brillante.

En demografía hay poco que se pueda hacer para revertir la situación. Por tanto, el futuro depende en gran medida de la capacidad para resolver las deficiencias que lastran el crecimiento de la productividad. Y, por ahora, ni este objetivo está entre las prioridades de la agenda política ni parece existir una amplia conciencia social sobre su importancia. 

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