Econopatías 

¿Qué está pasando con la productividad? Es fundamental para el bienestar social 

Camarero coronavirus
¿Qué está pasando con la productividad?. 
Europa Press

La economía crece de tres maneras: con más gente produciendo bienes y servicios, con una mayor disponibilidad de bienes de equipo y otros recursos con los que los trabajadores producen, o con mayor productividad en la utilización de dichos recursos. Dadas las limitaciones al crecimiento demográfico y a la acumulación de otros factores de producción, las ganancias de productividad acaban siendo la única vía de crecimiento sostenido. En palabras de Paul Krugman: “La productividad no lo es todo pero, en el largo plazo, es casi todo”.

Si el crecimiento de la productividad es siempre fundamental para aumentar el bienestar social, lo es aun más en un contexto como el actual en el que los países avanzados experimentan decrecimiento demográfico y exceso de ahorro en búsqueda de oportunidades rentables de inversión. No es pues de extrañar que la preocupación por la productividad haya pasado de ser un “vicio” de los economistas académicos a ocupar lugares cada vez más relevantes en la agenda de las políticas económicas. Por ejemplo, la Comisión Europea recomendó a sus Estados miembros en septiembre de 2016 que crearan Consejos Nacionales que contribuyeran a analizar los principales retos a la productividad y a la competitividad.

Sin embargo, en España no parece que esta preocupación sea tan prioritaria como debería ser. En ocasiones, me suelo referir a la productividad como “esa gran desconocida”. Los sindicatos, que suelen asociar incrementos de productividad con ajustes de plantillas, se muestran reticentes frente a políticas a favor de la productividad. Los empleadores, más preocupados por los costes laborales, suelen confundirla con beneficios. Incluso la Real Academia Española define “productivo” como lo “que arroja un resultado favorable de valor entre precios y costes”, definición que mercería un suspenso en un examen básico de Economía. Por último, los Gobiernos españoles nunca han situado la productividad en el eje de sus políticas económicas. Como señal baste indicar que la recomendación de la Comisión Europea de constituir un Consejo Nacional de Productividad sigue olvidada en algún cajón, al contrario de los esfuerzos que se han realizado en otros países para analizarla e impulsarla.

Esta despreocupación no sería criticable si, a pesar de todo, la productividad estuviera creciendo a tasas elevadas y sostenidas. Lamentablemente, es justo lo contrario: en este siglo hasta justo antes de la pandemia, la productividad del trabajo creció a una tasa media anual del 0,75%. Para darle algo más de sentido (negativo) a esta cifra es oportuno señalar que un crecimiento anual medio de la productividad del 2% se consideraba como la pauta normal (a esa tasa, la productividad se duplica cada 35 años, es decir a lo largo de la vida laboral de cada generación; al 0,75% tardaría en duplicarse más de 90 años, es decir, se perderían casi dos generaciones respecto a la situación de crecimiento normal).

Y lo que es peor: en los últimos seis trimestres la productividad por ocupado ha disminuido al -2,9% anual. Si tenemos en cuenta también las horas de trabajo, la panorámica es todavía más desalentadora: en el último año la productividad por hora efectivamente trabajada disminuyó en un 4% (y en el segundo trimestre de 2021 fue un 9,3% menor que en el mismo trimestre del año anterior).

Es cierto que durante la pandemia ha habido muchos factores motivos que explicarían un comportamiento anómalo de la productividad. En principio, los cambios de formas de trabajo debidos, primero, al confinamiento y, luego, a otras restricciones sanitarias han podido tener efectos sobre la productividad en ambos sentidos. Por ejemplo, el teletrabajo puede incrementar la productividad (permitiendo más y mejores conexiones y mayor flexibilidad en la asignación del tiempo de trabajo) o disminuirla (introduciendo distracciones por cargas familiares de trabajo u otros motivos). También hay lo que en la jerga económica se denominan efectos composición, esto es las consecuencias de cambios en el peso de determinadas actividades y ocupaciones con diferentes niveles de productividad. Que la destrucción de empleo al inicio de la pandemia y la recuperación en los meses recientes se haya concentrado fundamentalmente en transporte, turismo, hostelería y actividades de ocio mientras que la creación de empleo haya sido constante en el sector público a lo largo de todo el periodo, contribuye a aumentar la productividad si esta es mayor en el segundo sector que en los primeros y a disminuirla en caso contrario. También durante la pandemia las dificultades para medir producción, empleo y horas de trabajo se han acrecentado. Dado que la productividad es la variable de ajuste que se utiliza para dar coherencia a las estadísticas de demanda y oferta que alimentan la Contabilidad Nacional, es muy probable que parte del comportamiento tan negativo de la productividad durante la pandemia sea solo por “necesidades” estadísticas.

En cualquier caso, y a la espera de nuevos datos que nos iluminen sobre la actual realidad productiva de empresas y trabajadores, es urgente insistir en que nuestro futuro económico depende de la capacidad de incrementar la producción de bienes y servicios con una fuerza de trabajo menguante. Sin crecimientos de productividad no pueden crecer ni los salarios ni los recursos del Estado del Bienestar. La receta de los economistas para que se produzcan dichos crecimientos es simple: desarrollar la innovación tecnológica, mejorar el capital humano y reformar instituciones en aras de una utilización eficiente de recursos. O quizá no es tan simple, pero de continuar la escasa preocupación política y social por la productividad, será totalmente irrealizable.

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