Sostiene David K. Foot, economista canadiense, Profesor de Economía de la Universidad de Toronto, reconvertido en demógrafo, que la “demografía explica dos terceras partes de casi todo”. Si es así, el resto del siglo XXI estará marcado por los profundos cambios en el tamaño y en la composición por edades de la población que se avecinan y por sus consecuencias socioeconómicas, muchas de las cuales todavía están por descubrir.
La semana pasada el INE publicó datos provisionales sobre indicadores demográficos básicos en 2020. Aun descontando los efectos temporales que la crisis de la Covid-19 haya podido tener sobre natalidad, mortalidad y movimientos migratorios, las señales son dramáticas. Y lo son especialmente porque se superponen a unas proyecciones de población que ya anticipaban para las próximas décadas una disminución muy elevada de la población en edad de trabajar y un crecimiento desmesurado de la población de mayor edad.
La peor noticia es la relativa a la disminución de la natalidad: en 2010, cuando ya la baja natalidad era un motivo de preocupación urgente, hubo alrededor de 490 mil nacimientos; en 2020 se han registrado 339 mil. Las perspectivas son aun peores. Se espera que el número de mujeres en edad fértil disminuya en casi un 10% en la próxima década, por lo que el número de nacimientos podría disminuir por debajo de 300 mil.
En las proyecciones que ahora contempla el INE, la población mayor de 65 años aumentaría en las próximas tres décadas en casi un 70%, mientras que la población en edad de trabajar (de 16 a 64 años) disminuiría en más del 10%. Cuando estas proyecciones se actualicen con los indicadores más recientes, es probable que la tasa de dependencia (el cociente entre los mayores de 65 años y la población en edad de trabajar) amenace con aproximarse al 60%, más del doble que la actual. Y eso sin contar con los posibles aumentos de longevidad que los avances médicos, acelerados por la lucha contra la Covid-19, pueden producir.
No se trata solo de que en este escenario demográfico la financiación de las pensiones y del Estado del Bienestar mediante transferencias intergeneracionales (de trabajadores a inactivos) se convierte en un problema de primera magnitud. Es notorio desde hace tiempo que las prestaciones contributivas que ahora se prometen (aquellas que se financian con cotizaciones sociales para cubrir jubilación, viudedad, orfandad, enfermedades profesionales, desempleo, etc.) no podrán pagarse en el escenario demográfico que se avecina. Igualmente, la deuda pública acumulada en las dos primeras décadas de este siglo se convierte en una espada de Damocles permanente cuando las generaciones futuras menguan y una fracción muy elevada de esa deuda es externa, es decir, su financiación depende de lo que el resto del mundo esté dispuesto a financiar.
Se trata también de que la demografía será un lastre importante para el crecimiento económico en el resto de este siglo. Las pautas de consumo, inversión, división internacional del trabajo serán modificadas y no especialmente para favorecer a los países cuya población disminuya y envejezca más rápidamente.
En el caso español la situación se puede agravar aun más. Por una parte, desde la Gran Recesión de 2008-2014, los jóvenes españoles se muestran mucho más propensos a emigrar al extranjero y lo serán todavía más a medida que el bajo crecimiento económico y la permanencia de un mercado de trabajo hostil impidan que muchos de ellos pueden acceder a puestos de trabajo estables y bien remunerados. Por otra parte, el sistema educativo sigue formando generaciones de trabajadores con cualificaciones profesionales poco adecuadas a las necesidades de nuevos modelos productivos en los que la versatilidad para afrontar y resolver problemas y la adaptación a condiciones tecnológicas cambiantes resultarán fundamentales para consolidar carreras profesionales exitosas.
Y es que este profundo cambio demográfico va a tener lugar en medio de una nueva ola de cambios tecnológicos que impulsarán la automatización de la producción de bienes y servicios. Los desarrollos de la robótica y de la inteligencia artificial parecen vertiginosos y están cambiando las formas de producción y de organización del trabajo de una manera insospechada hace escasos años. Y puede ser que, al contrario que en revoluciones tecnológicas anteriores, no se trate tanto de la aparición de máquinas que complementan al trabajo humano y aumentan su productividad, sino de artilugios y procedimientos que son capaces de producir bienes y servicios sin necesidad de la intervención de trabajadores. En la jerga de los economistas, estamos ante la posibilidad de que el trabajo deje de ser un factor de producción fundamental en muchos sectores de actividad económica. Algunos ya ponen fecha no muy lejana a la “singularidad”, es decir, al momento en el cual las máquinas sean capaces de superar todas las capacidades de nuestro pobre cerebro.
En cualquier caso, la conjunción de los cambios demográficos con los tecnológicos va a cambiar sustancialmente el mercado de trabajo, en particular, y la manera en la que contemplamos la actividad económica, en general. La naturaleza y las consecuencias de la nueva revolución tecnológica se merece una segunda columna que estrenaremos la semana que viene.