OPINION

Atención, las clases medias continúan empobreciéndose

La ministra de Hacienda, María Jesús Montero
La ministra de Hacienda, María Jesús Montero
EP

Somos las clases medias y sentimos que nos empobrecemos. No llegamos a final de mes, y eso que pertenecemos al selecto club de los que mantenemos el empleo, buenos empleos, incluso. Escuchamos que nuestro PIB ha conseguido superar los niveles de 2007, pero nuestra cuenta corriente y nuestros ahorros nos indican algo muy diferente. Añoramos lo que tuvimos y que ahora no tenemos y vemos a nuestros hijos luchar en unas circunstancias duras, sabedores de que difícilmente lograrán alcanzar el nivel de vida que nosotros tuvimos, hasta hace una década, al menos. Estamos preocupados ante el porvenir, con las subidas de impuestos y de cotizaciones sociales a la puerta, los tipos de interés calentando motores y la economía debilitándose por días. Y eso por no hablar del tufillo venezolano que emanan algunas de las medidas de Sánchez-Podemos y de la insufrible moralina de su retórica.

Nos empobrecemos. Pero, ¿por qué? Las causas son complejas, por lo que cualquier aproximación pecará necesariamente de simplista. Pero, por intentarlo, que no quede. Las clases medias perdemos poder adquisitivo por tres grupos de causas. La primera, porque ganamos menos; la segunda, porque pagamos más impuestos y la tercera, porque nos vemos forzados a gastar más mientras que nuestros activos se devalúan y se convierten en ilíquidos. Pues una vez enunciadas de golpe, repasémoslas sucintamente por partes.

¿Por qué ganan menos las clases medias? Pues porque los salarios han bajado tanto para los que incorporaron al mercado de trabajo desde 2008, como para los funcionarios y para los trabajadores de muchas de las empresas que pasaron aprietos. Por otra parte, los salarios apenas han subido en el resto de las empresas. Además, los autónomos y profesionales han visto mermados, en general, sus ingresos. En resumen, que, aunque a unos pocos les puede haber ido bien, la mayoría se ha estancado o ha retrocedido, causa fundamental de la pérdida de poder adquisitivo y del malestar y desasosiego que experimenta un porcentaje significativo de la población española.

¿Y por qué han bajado los salarios? Algunos argumentan que por la reforma laboral de 2012 y por la maldad intrínseca de los empresarios. No tienen razón, ni en lo uno ni en lo otro. La verdadera causa hay que buscarla en fenómenos más complejos. Primero, en el recalentamiento de los precios de nuestra economía previo a 2008, con una inflación muy superior a la europea. Ya nos avisaron que siempre que eso ocurre, al final sucede una deflación de salarios y del precio de los activos. Acertaron quiénes de eso nos previnieron y a los que no hicimos caso en su momento. Pero tampoco es esa la única causa, ya que las nuevas estructuras económicas derivadas de la economía digital tienden a concentrar rentas, por un lado, y la globalización a trasladar el empleo a lugares con salarios más económicos, por otro.

Observe su ciudad y sus propios hábitos y comprenderá hasta que punto todos colaboramos en concentrar la riqueza y hacer bajar a los salarios. Compramos en Amazon o en las grandes franquicias internacionales de bricolaje, muebles, comida o aventura. Hasta ahí, la libertad de comercio y de nuestra propia libertad de consumidores al elegirlas frente a otras opciones. Pero se tratan de organizaciones piramidales que, para optimizar costes y garantizar productos a precios asequibles, concentran los servicios generales en su país de origen, donde quedan los salarios altos, mientras que en las tiendas o en los almacenes se abastecen de mano de obra joven y barata. Las empresas medias y los comerciantes locales han perdido por completo la batalla frente a las nuevas fórmulas de distribución, que abaratan nuestras compras, por un lado, pero que también bajan los salarios, por otro.

La revolución tecnológica tiende a gestionar y agrupar de manera muy eficiente los mercados, con la siguiente concentración de renta. El ganador se lo lleva todo y los países más dinámicos y digitalmente exitosos tienden a concentrar riqueza en las cúpulas de los gigantes digitales que entre todos engordamos. La revolución tecnológica crea empleo, sí, pero también incrementa de manera sensible la diferencia salarial entre la base – no cualificada – y sus directivos tecnológicos, que son los reales ganadores de la actual situación.

La globalización ha supuesto una bendición para muchos de los países que aún estaban en la pobreza hace veinte años y que, desde entonces, gracias a la deslocalización de la industria y de los servicios, se han beneficiado de un fuerte crecimiento del empleo y de los salarios, lo que ha permitido la aparición de una inexistente, hasta entonces, clase media. Pero ese desplazamiento de la actividad ha tenido consecuencias para muchos de los países occidentales, cuyos salarios – en aquellos sectores de baja productividad – han sufrido una fuerte presión a la baja, un factor que también ha influido en la deflación salarial.

España sufre de manera secular una productividad baja, lo que nos ha dejado especialmente expuestos a esta pulsión deflaccionaria, al contrario de otros países de mayor productividad, tecnología, innovación y especializados en sectores de alto valor, que han podido competir e, incluso, mejorar salarios. Debemos repetir una y otra vez que sólo la alta productividad permite altos salarios y, desgraciadamente, ese no es el caso de la economía española.

Sea por lo uno u lo otro, o por la suma de varios de los factores indicados, el caso es que los salarios medios han bajado y que la brecha salarial se ha incrementado, en especial en España. Mala noticias para todos y, también, para nuestra democracia, ya que el malestar consecuente ceba a los peligrosos populismos que crecen ante nuestras propias narices.

Pero nuestra pérdida de poder adquisitivo no se debe sólo a la deflación salarial. La carga impositiva también ha jugado un papel muy determinante en el deterioro de la capacidad de compra de las familias españolas. Es cierto que los impuestos directos no han subido mucho y el IRPF no es, por tanto, el responsable directo de la pérdida de poder adquisitivo de las clases medias. Pero sí lo son, y en gran medida, el resto de los impuestos, comenzando por el IVA, cuyo gravamen inicial en 1985 fue del ¡12%! Desde entonces, comenzó su subida hasta alcanzar el 21% actual. Quiere esto decir que, a un IRPF similar, la fortísima subida del IVA ha mermado progresivamente el poder adquisitivo real de las clases medias. Otro tanto ocurre con otros impuestos indirectos, como los que pesan sobre los derivados del petróleo, el alcohol o el tabaco, que han subido sistemáticamente desde entonces.

Otra merma para las sufridas cuentas de las clases medias, también castigadas donde más les duele, en la vivienda. Hemos asistido estas semanas al desaguisado sobre el AJD, el impuesto sobre las hipotecas, que cobran las Comunidades Autónomas y que fue creado en 1993 y que ha ido incrementándose en algunos territorios desde el 0,5% hasta el 1,5%, al punto de ser el más alto de toda Europa. Otro roto para el bolsillo de contribuyente. Pero es el IBI el impuesto que más ha crecido en estos últimos años, al punto de que hace veinte años era un impuesto reducido mientras que ahora el atenderlo supone un enorme esfuerzo anual para las familias. Los incrementos del IVA, IBI, AJD, Impuestos Especiales, y otros menores que no citamos, han empobrecido inequívocamente e imperceptiblemente a las clases medias. Si estos impuestos regresaran a los tipos de hace un par de décadas, las clases medias recuperaríamos algo del poder adquisitivo perdido, pero, desgraciadamente, esa posibilidad no está sobre la mesa, sobre la que, desgraciadamente, pesan, funestamente, nuevas subidas de impuestos para financiar un constructo que comienza a desvelarse como imposible.

Y atención a la subida de las cotizaciones sociales, que afectarán a los autónomos – y mucho – y a los salarios antes topados. Quien tenga un salario superior a los 40.000 euros anuales tendrá que pagar más si el destope que propone el gobierno se lleva a la práctica.

Salarios más bajos e impuestos más altos explican nuestra pérdida de poder adquisitivo. Pero otros factores también influyen en esa percepción cierta. Por ejemplo, el incremento de recursos dedicados a tecnologías y conectividad, que se revelan hoy como imprescindibles. Un epígrafe de gasto más a sumar a los ya tradicionales de hogar, alimentación, ropa, ocio, electricidad, salud y educación, partida, por cierto, que crece año a año. La irrupción de tecnologías y el gusto por los viajes y ocio en general, ha conllevado que bajen otras partidas, como la ropa. Y la suma de todos los factores anteriormente mencionados, la disminución del ahorro familiar.

El valor de los activos inmobiliarios – salvo en Madrid, Barcelona y algunos puntos de la costa en los que ha recuperado niveles de 2007 – también se ha deteriorado. En amplias zonas de España, su valor aún está por debajo de la hipoteca que pesa sobre ellos y, además, resulta muy difícil venderlas. Y el ahorro depositado en bolsa o en fondos de inversión en renta variable también ha sufrido mucho. Como simple dato, el IBEX rozó en 2007 los 16.000 puntos y hoy, once años después, apenas si supera los 9.000. Esta pérdida de riqueza financiera también ceba la sensación de empobrecimiento gradual de las clases medias que ahorraron en vivienda o bolsa. Y es que, al menos en amplias zonas de España, los coletazos de la crisis inmobiliaria aún golpean con fuerza. Y si con los bajísimos tipos de interés que ahora disfrutamos no llegamos a final de mes… ¿qué ocurrirá cuándo comiencen a subir el próximo año?

En resumen, que, aunque la economía crezca, las clases medias no levantamos cabeza. Por eso, estamos cabreados y descreídos. No lo hubiéramos pensado diez años atrás, pero continuamos empobreciéndonos a día de hoy. Y, lo malo, es que los PGE que tenemos anunciados no harán sino acelerar esa malhadada dinámica de empobrecimiento. Por eso, por el bien de todos, ojalá que no vean la luz. Mejor prorrogar los que existen, antes que embarcarnos en un viaje cierto hacia la ruina.

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