OPINION

El blues del taxista

Taxistas en la Castellana
Taxistas en la Castellana
EFE

Soy taxista. No lo fui siempre, pero ahora sí. Antes trabajaba en el departamento de ventas de una gran empresa. Me despidieron al inicio de la crisis que vino a joderlo todo, hará unos diez años. Me vi en la calle, ya con una edad, sin saber qué hacer. Y, fue entonces, hablando con mi cuñado, cuando tomé la decisión. Me haría taxista. Soy muy trabajador, el curre no me pesa. Así, yo sería mi propio jefe, no tenía ganas de aguantar a nadie, ya. Por entonces ni se hablaba de Uber, ni de Cabify ni de leches migás. Incapaz de estarme quieto en casa, compré una licencia de taxi en Madrid, invirtiendo el importe de la indemnización y unos ahorrillos que tenía. Mi mujer me apoyó, nos lo jugamos todo a una.

El precio de la licencia era caro, no diré el importe exacto, pero si le doy una pista, más de cien mil euros pagué. Muy caro, sí, pero más cara llegó a estar antes de la crisis, en la que alcanzaron casi los doscientos mil. Una inversión, me dijeron, porque, al fin, siempre podía revenderla y recuperar lo puesto. Incluso ganar, si la cosa venía bien. En fin, eso fue lo que me dijeron y lo que yo me creí. Siempre había sido así, ¿por qué tenía que cambiar?

Salir para adelante no me resultó fácil. Trabajaba más de doce horas al día, descansando sólo las jornadas de parada obligatoria. En verano, una semanita al pueblo, para no gastar mucho y regresar rápido al taxi, que necesitaba facturar mucho para sacar algo para la familia, una vez descontados los impuestos y los gastos del coche. Pero, a pesar del esfuerzo, me sentía orgulloso. Tenía un trabajo que yo dirigía y siempre logré cubrir el final de mes. Ajustadito al principio, pero resuelto, al fin y al cabo. Mientras que algunos de mis antiguos compañeros seguían en el paro, yo ganaba honradamente el dinero para mi familia. Mis hijos estaban en la universidad y de nada les faltaría mientras yo tuviera fuerzas y salud. 

Los años de crisis fueron muy duros, pocas carreras, mucho tiempo esperando en paradas que parecían no avanzar nunca. Pero, poco a poco, la cosa comenzó a cambiar, las carreras regresaron y las cuentas comenzaron a mejorar. Y fue entonces, cuando empezamos a oír hablar de Uber, de las plataformas. Trabajo colaborativo, le dijeron al principio. Vamos, un robo. Gente que no había pagado nada, que no tenía licencias y que en sus horas libres venían a robarnos el pan de nuestros hijos. Sería el 2014 o 2015, que no recuerdo bien.

Nos movilizamos de inmediato, indignados. Nosotros habíamos pagado una licencia, éramos profesionales y pagábamos nuestros impuestos. No permitiríamos que nos echaran esos piratas. Esa vez les ganamos con facilidad y por unos meses nos dejaron tranquilos. Pero hará dos o tres años, regresaron de nuevo, y esta vez con las licencias VTC bajo el brazo. Ya eran legales, dijeron. Y una mierda, les respondimos. Esas licencias de coche con conductor las regalaban y eran competencia desleal. Además, se trataban de grandes empresas que explotaban a sus trabajadores, cuatro desesperados que se agarraban a un clavo ardiendo. Las multinacionales querían robarnos nuestros puestos de trabajo.

Comenzamos a mosquearnos, y mucho. Uber, Cabify, cada vez eran más, con más licencias. Cada vez que veía a uno de esos coches negros, con esos muertos de hambre que lamían los pies de sus clientes para que los valoraran bien en la dichosa plataforma, se me revolvía el estómago. Ganas me daban de pincharles el coche, que, total, a esas multinacionales riquísimas, nada les importaría, con sus buenos seguros y todas esas cosas.

Comenzamos a protestar. Libertad de mercado, nos respondían. Que el usuario escoja el tipo de servicio que prefiera, nos restregaban en la cara, como si nosotros no diéramos servicio suficiente. Y cada día, más coches negros, con sus odiosos conductores sonrientes al volante, su botellita de agua en la guantera y la emisora de radio preseleccionada. Nos manifestamos contra ellos en varias ocasiones, pero sólo obtuvimos buenas palabras y ningún resultado. Pero, al menos, sirvió para probarnos y comprobar que éramos fuertes, que podíamos parar una ciudad, un país entero. Si los pilotos o los estibadores podían, nosotros también.

Y comenzó una campaña contra nosotros. Que estábamos contra la tecnología, que los comercios tenían que competir con Amazon y no se manifestaban, que Airbnb, por un lado, y Booking por otro machacaban a los hoteles, que era el signo de los tiempos. Reconozco que esos argumentos nos aturdían, porque en el fondo sabíamos que las tecnologías estaban cambiando todo. Pero nosotros no queríamos perder nuestro puesto de trabajo, necesitábamos recuperar nuestra inversión, no nos podían expropiar nuestro único patrimonio. No nos rendiríamos sin luchar, como hacen los demás. Y sabíamos que sólo lograríamos vencerlos si cambiábamos la regulación. Esto no era cuestión de mercado, era cuestión de cojones y si de algo andamos sobrados es precisamente de eso, de cojones.

Decidimos luchar y pronto nos dimos cuenta de nuestra fuerza. El ministro, Ábalos creo que se llama, se asustó enseguida y pasó la patata caliente a las autonomías y ayuntamientos. Fue una gran victoria para nosotros, porque siempre son más fáciles de presionar, como comprobamos en Barcelona. Enseguida se bajaron los pantalones e impusieron el tiempo de preaviso. ¿Quién dijo que eso no se podía conseguir? Y Uber y Cabify dijeron que se irían de Barcelona. Pues mucho mejor, nadie les necesitaba, siempre estuvimos sin ellos y la cosa funcionó bien. Batalla ganada ya sabían todos a quiénes se enfrentaban.

Y ahora nos toca Madrid y no podemos ser menos que nuestros compañeros catalanes. Vamos a petar la capital antes de ceder ni un solo milímetro. Al menos, lo conseguido en Barcelona, ¿por quién nos han tomado? Vamos a demostrar a esos políticos de lo que somos capaces por defender nuestro puesto de trabajo. Al final, cobardes como son, cederán. En las radios y en los periódicos nos ponen a parir y nos piden que dejemos escoger al ciudadano. Pero nosotros les respondemos que luchamos legítimamente por lo nuestro y que cada palo aguante su vela. Esto ya es cuestión de fuerza y la fuerza, hoy, la tenemos nosotros y la vamos a ejercer. No vamos a parar hasta frenar a las malditas VTC.

Y, aunque no se lo crean, también luchamos por otras muchas profesiones que serán barridas por las tecnologías de las narices. Somos héroes que luchamos por la dignidad del trabajador frente al capitalismo del algoritmo, que le llaman. Somos fuertes y vamos a ganar. Que se enteren de una vez, sólo nos derrotarán pasando sobre nuestro cadáver. El taxi es nuestra vida y no vamos a permitir que nadie nos la arrebate. Y si tiene que arder Madrid, pues que arda, porque, como decían en mi pueblo, ya de perdíos, al río.

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