OPINION

¿Cuándo comenzamos a odiarnos como humanidad?

El golfo Pérsico no sabe lo que es un huracán. / Pixabay
El golfo Pérsico no sabe lo que es un huracán. / Pixabay

¿Cuándo comenzamos a odiarnos como humanidad? ¿Cuándo dejamos de gustarnos? No podemos fijar fecha segura, pero sí afirmar que, desde hace poco, dejamos de admirarnos como especie. Comenzamos a vernos como una especie parásita del planeta, al que esquilmamos sin remisión. Este desapego con respecto a nuestra propia humanidad es algo inédito en nuestra historia. Durante miles de años nos amamos y admiramos a nosotros mismos, como culmen de la creación o de la evolución, que lo mismo viene para el caso, y mantuvimos una confianza ciega en nuestro futuro civilizatorio. Ahora, ya no. Comenzamos a temernos, sabedores que de continuar así esquilmaremos la vida en el planeta. Pero eso nos coloca en un dilema. Si queremos futuro, alimentación y calidad de vida, necesitamos crecer económicamente. ¿Es acaso, un modelo, la vuelta a la tribu? ¿Existen otros modelos de crecimiento que satisfagan las expectativas de miles de millones de personas deseosas de ascender en consumo y hedonismo? Consumimos y viajamos. Pero, al tiempo, sabemos que, necesariamente, dañamos al planeta. Por eso, nos sentimos incómodos con nosotros mismos. Y, atención, se trata de una corriente de fondo que no ha hecho sino empezar y que afectará a la humanidad del futuro. Comenzamos a no gustarnos y eso creará necesarios desajustes sociológicos y políticos hasta que logremos encontrar el equilibrio razonable. ¿Quimera? ¿Sueño imposible? ¿Logro alcanzable? Pues esa será, precisamente, una de las grandes tareas del siglo.

Las cosas comienzan a cambiar. Primero, las opiniones y sensaciones. Después, los movimientos intelectuales y sociales para finalizar con las leyes aprobadas en los parlamentos. ¿Es nuestro inconsciente colectivo el que nos avisa? ¿Es simple cuestión de lógica y de razón? El caso es que la humanidad, por vez primera, comienza a abominar de sus propios logros, idealizando la naturaleza primigenia de la que procedemos. De alguna manera, percibimos que el planeta está enfadado con nosotros y comienza a protestar como únicamente sabe hacerlo, con extinciones y catástrofes.

Las noticias diarias ceban nuestra angustia ambiental y climática. Repasemos telegráficamente algunos titulares de este agosto ya derrotado. La gota fría golpeó con fuerza al centro y al este peninsular causando destrozos y daños. Los incendios amazónicos acapararon la atención internacional, al punto de ser abordados en el malhadado G7 de Biarritz, hasta que supimos que los fuegos africanos y asiáticos aún eran más terroríficos y devastadores. En casa, un incendio pavoroso asoló el interior de la isla de Gran Canaria. Los plásticos colapsan los océanos, al punto de crear auténticas islas flotantes y enormes mortandades en la fauna marina. Las autoridades islandesas organizaron un funeral en honor del glaciar Okjoküll, tristemente desaparecido a causa del cambio climático. La placa que pusieron en su monumento rezaba, “Sabemos lo que está sucediendo y lo que hay que hacer. Sólo tú sabes si lo hicimos”. Primer glaciar caído en combate, te recordaremos. El ciclón Dorian golpea las Bahamas y la costa este de los Estados Unidos con una catalogación de catastrófico y una fuerza desconocida hasta ahora. Y podríamos continuar desgranando un rosario que ceba nuestro temor. Sí, repetimos en silencio, parece que la tierra comienza a protestar.

Algo atávico, escondido en las honduras de nuestra entraña animal parece advertirnos de nuestro propio potencial destructivo. Y, de repente, ya no nos sentimos tan orgullosos de nuestras carreteras, puertos, refinerías, fábricas, trenes. Y comienza, entonces, nuestra radical incoherencia. Las necesitamos, pero las odiamos; vivimos de ellas, pero las abominamos; nos dan calidad de vida, pero comenzamos a verlas como nuestras enemigas. Estas semanas pasadas proyectaron la película islandesa “La mujer de la montaña”, en la que una activista volaba los postes de alta tensión para boicotear los altos hornos que daban riqueza a poblaciones antes empobrecidas. ¿Ecoterrorismo? Los sindicatos, la prensa, el gobierno, perseguía con saña a los autores de los sabotajes, pues destruían el empleo y la riqueza de la población. Sin fábricas, los islandeses tendrían que emigrar, pero con fábricas, el medio ambiente se perjudica. Y aquí está la novedad del momento. Una parte de nuestra población comienza a preferir un mejor medio ambiente al desarrollo, algo inédito, como decíamos, en nuestra historia, un algo novedoso y desconocido que modifica percepciones y prioridades.

Comenzamos a temernos y hemos dejado de querernos, al menos de querernos como hasta ahora lo hicimos. Ya no nos vemos como señores absolutos del planeta. Hasta ahora, la tierra, sus recursos y sus criaturas nos pertenecían, estaban a nuestro servicio. Ahora, empezamos a sentir que no es así, que simplemente somos uno más en la compleja y sofisticada orquesta de frágiles ecosistemas. Sólo algunas tribus perdidas de las selvas vivieron en coherencia con ese principio integrador. El resto de la humanidad nos lanzamos a una carrera de progreso, desarrollo, urbanización y crecimiento desde miles de años atrás. Al principio, porque creímos que fuimos creados a imagen y semejanza de Dios, como dueños del planeta y de sus bestias al completo. Podíamos hacer de él lo que gustáramos, o, al menos, así lo sentenció el Génesis bíblico cuando nos concedió, con hermosas palabras, el dominio absoluto sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados, sobre toda la tierra y sobre todo reptil que se arrastra sobre el suelo. Así, durante cientos de miles de años colonizamos el planeta al completo, sin freno alguno a la utilización de los recursos naturales a nuestro alcance. Éramos pocos, entonces, y la tierra generosa y pródiga. Y, mientras duró, la esquilmamos sin compasión y a ello nos aplicamos, todavía, en nuestros días. Sólo la humanidad era importante, todo lo demás a nuestro servicio. Ahora ya somos muchos y poderosos y la tierra ya no da más de sí. ¿Qué hacemos si no sabemos hacer otra cosa?

En el Renacimiento apartamos a Dios para ponernos en el centro de todo. Humanismo, le dijimos. Y comenzamos a comernos el planeta con ansia aún mayor, apoyados por la marinería y los descubrimientos. Algo más tarde, en la Ilustración, fue la razón, el pensamiento, el discernimiento, quién se coronó como centro sobre el que todo giraba. Pienso, luego existo, sentenció Descartes para dar pie al método científico que permitiría el asombro de la industrialización y de los avances técnicos. La población humana se multiplicó y nuestra demanda de alimentos, minerales, energía y transporte creció exponencialmente, hasta el límite de advertir, ya en nuestras fechas, que el débil equilibrio terrestre comenzaba a resentirse gravemente. Civilizar, para nosotros, consistió en desmontar bosques, roturar tierras, hacer caminos, presas, ciudades, fábricas, escuelas, hospitales, medicinas, alimentos envasados, viajes de turismo, conquista del espacio. El progreso humano tuvo, desde siempre, una única dirección. Progresaba la humanidad, retrocedía la naturaleza. Así de sencillo, así de terrible. Pero algo ha cambiado. El inconsciente colectivo se agita y comienza a expresarse en movimientos sociales inentendibles hace apenas unas décadas. Algunos podrán ser acusados de radicales, de oportunistas, de lunáticos, de vendidos o de enemigos del progreso. Pero, no cabe duda, que algo importante y novedoso late debajo de esta oleada de pensamiento y acción que cuestiona nuestro modelo de desarrollo. Basta repasar someramente alguno de estos episodios para comprender que componen en su conjunto una marejada de fondo, que no es efímera, sino que ha venido para quedarse.

De naturaleza omnívoros, precisamos de la proteína animal para subsistir. Por eso, hemos cazado y hemos criado ganado, al que sacrificábamos en ritos de gran fasto y jolgorio. La carne significaba la vida y la alimentación de calidad. Ahora, de manera muy rápida a escala histórica, vemos como florecen los vegetarianos. Los veganos son legión y su renuncia a la carne no sólo tiene fundamentos de salud y dietéticos, sino que, sobre todo, se base en el principio de respeto a la vida. “No comemos cadáveres”, afirman. “No asesinamos animales para comer”, repiten. Y de la renuncia individual, comienzan a pasar al activismo colectivo. Atacan carnicerías, mataderos y granjas, paradigma de la esclavitud y genocidio animal. Ya conocimos ese furor con anterioridad, cuando se desataron intensas campañas contra los abrigos de pieles, ahora prolongadas en la guerra al cuero, lo que comienza a ocasionar graves problemas a los mataderos, que no saben qué hacer con un subproducto que antes vendían por un precio razonable. Las campañas contra la caza y los toros son una muestra más de ese animalismo novedoso, que socava tradiciones, economías y modos de vida. No entraremos en el fondo de la cuestión, lo que nos interesa es describir el volumen creciente de la marejada evidente. El que tenga ojos, que vea.

Dos ejemplos más de esta ola. Las leyes han ido otorgando derechos a los animales, tanto salvajes como domésticos. Primero de simple bienestar, cada día tiende a concedérseles derechos humanizados. Y este fenómeno avanza con rapidez en todo el mundo democrático. Por otra parte, volar contamina y pronto veremos restricciones a los vuelos y tasas más elevadas para el despegue. Comenzamos, también, a odiar a los turistas, sin percatarnos, quizás, que somos nosotros mismos los que cebamos con nuestros viajes a esa marabunta invasora que todo se lo come. Paradoja sobre paradoja de una especie que desde hace poco tiempo dejó de quererse.

Abominamos de la agricultura y ganadería industrial, exigimos vuelta a la ecológica y tradicional, pero sin estar dispuestos a pagar, claro está, lo que vale. No queremos abonos químicos aún a sabiendas de que, sin abonos químicos, pasaríamos hambre. Otro síntoma incordiante de nuestro desconcertado estado de ánimo.

La natalidad cae, aunque la población – gracias al incremento de la esperanza de vida – continúa creciendo. Seremos 10.000 millones de personas al finalizar el presente siglo. Por eso, el inconsciente colectivo se agita. No podemos seguir así, pero tampoco se nos ocurre qué camino tomar. Y las preguntas quedan en el aire. ¿Progreso material o retroceso natural? ¿Deseamos retroceder en nuestra calidad de vida o las nuevas tecnologías nos permitirán mantenerla sin dañar con ello al medio ambiente? ¿Políticas de crecimiento cero? ¿Es posible el equilibrio? ¿Volveremos a gustarnos a nosotros mismos o nuestro deseo de autocastigo irá en aumento? A día de hoy no tenemos respuestas a estas preguntas incómodas. Lo único que sabemos es que, cada día que pasa, como humanidad, nos odiamos un poco más y, claro, así no hay manera.

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