OPINION

El discreto (y suicida) encanto de las ciudades-decorado

Fotografía manifestación 'España vaciada' / EFE
Fotografía manifestación 'España vaciada' / EFE

La historia, acelerada, cambia hábitos, modifica sociologías y muta pueblos y ciudades. Primero fue, durante décadas, el éxodo rural. Después, la España vacía, a la que continuó el inexorable declive de las ciudades medias del interior. Y, ahora, como símbolo de la posmodernidad en la que cabalgamos, aparece un nuevo síndrome, el de la ciudad-decorado, de discreto encanto y esencia de suicidio.

La ciudad-decorado aspira estar hermosa sobre todas las cosas, con su premio de calidad de vida y su cuidado medioambiente. Hasta ahí, un sueño necesario. Pero, curiosamente, en paralelo, se producen unos graves daños colaterales que pueden ponerla en riesgo. Las actividades económicas industriales son perseguidas – véase ENCE en Pontevedra o tantas otras -, los jóvenes se marchan a trabajar a las grandes ciudades, sobre todo a Madrid, que, a pesar de su contaminación, tráfico infernal y viviendas colmenas, que les ofrecen trabajo y vértigo vital y profesional. Y la ciudades-decorado mueren un poco cada día, eso sí, más bonitas y relucientes, con aspiración suprema a la belleza serena de los cementerios.

Las ciudades-decorado son efecto – que no causa – de unas profundas dinámicas socioeconómicas, algunas de carácter tecnológico – en la economía digital el ganador se lo lleva todo -, otras de carácter político-administrativo – el sistema autonómico ha creado nuevas centralidades aún más feroces -, otras de carácter económico – la globalización precisa de economías de escala -, que ocasionado una gran concentración de actividad en grandes urbes. Los jóvenes formados abandonan las ciudades medias – como antes abandonaron el campo – para mudarse a las ciudades más dinámicas. Y las ciudades medias de origen, languidecen, con pulso bajo, y se regodean en su hermoso decorado, engañándose con la alegría efímera del turismo, mientras ceban la agonía de la actividad económica, único combustible que podría mantenerlas con vida.

Repasemos brevemente las dinámicas que nos han conducido hasta por dónde hoy caminamos. A partir de los cincuenta del pasado siglo comenzó el conocido fenómeno del éxodo rural. Los jóvenes se marchaban de los pueblos en busca de mejora de su calidad de vida. A lo largo de los sesenta el fenómeno se aceleró y el final del aislacionismo español alentó la emigración al extranjero, además a las grandes zonas industriales de España.

Fruto de décadas de éxodo rural llegó la España vacía, o España vaciada, según leímos en las pancartas de la manifestación del fin de semana pasado. Páramos desiertos, con densidades siberianas, cortijos y casa de campo derruidas, pueblos descarnados y abandonados, convertidos todos ellos en carne de arqueología y pasto de la melancolía, comarcas extensas en las que nacen más lobos que personas. El grito de alarma surgió hace años, con fuerza telúrica y desgarro ancestral, desde un Teruel vacío o vaciado. ¡Teruel también existe!, gritaron al unísono los sobrevivientes de aquel Aragón hermoso y solo. Y todos entendimos el mensaje para nada hacer a continuación. Soria, Cuenca, Guadalajara, Huesca, Castilla y León, Cáceres… La letanía de soledades y abandonos no cesa y la mancha de soledad y ausencia se extiende por nuevas zonas de nuestra geografía.

La sociedad hace ya tiempo dejó de ser rural para convertirse en urbana. La población urbana es la que impone sus gustos y creencias. Manda en la política y en el pensamiento. Sus valores, por tanto, se impondrán sobre cualesquiera otros. Por ejemplo, asistimos al inicio de la persecución de la caza, síntoma evidente de un pensamiento urbano amamantado en valores bambi que considera, a estas alturas, como los únicos válidos y posibles.

La clase urbana quiere un mundo rural prístino y puro, para pasear durante los fines de semana y para lavar su conciencia medioambiental. Así, persigue a las grandes instalaciones ganaderas – véase las manifestaciones contra la apertura o ampliación de granjas porcinas en varias provincias españolas -, odia a la minería, a las que impide su apertura – véase la de uranio de Salamanca -, y, por supuesto, cualquier instalación industrial, almacenamiento de residuos incluida – véase lo sucedido con el ATC de Villar de Cañas en Cuenca, una de las zomas más deprimidas del país, condenada -. Las clases urbanitas aman tanto al medio ambiente de fin de semana que condenan cualquier actividad que rompa los bucólicos paisajes de bosques y horizontes limpios. Eso está muy siempre que, de paso, no lo limpien también de personas, como desgraciadamente ahora ocurre. El mundo rural sólo se recuperará si existe actividad económica. Si no, la condenaremos a ser tierra de lobos, que, a lo mejor, es lo que desean las clases urbanas dominantes y dominadoras. Eso, y unas limosnas en forma de subsidios e IRPF para los abueletes simpáticos que por allí quedaron.

Pero, tras el éxodo rural, vino el declive de las ciudades medias y, ahora, aparece el nuevo e interesante fenómeno de las ciudades-decorado, un curioso síndrome de narcisismo suicida. Lo importante es estar bonita, que más da que se muera un poco cada año que pasa. Ciudades bonitas, coquetas, cuidadas, con buenos servicios y excelente calidad de vida… que languidecen sin remedio. Ciudades hermosas, que pierden población; ciudades amables, de las que huyen los jóvenes hacia el frenesí y las oportunidades de la ciudad rugiente. Ciudades-decorado, ciudades fachada, ciudades para visitar, pero no para vivir en ellas, porque el trabajo emigró a las grandes ciudades.

Ciudades hermosas con un bajo latido vital, en las que, como en la vieja Vetusta, nunca pasa nada. Belleza de ciudades-decorado, belleza de cementerios hermosos, con ricos panteones de mármol y cuidados jardines de flores luminosas. Ciudades tranquilas, sí, pero con tranquilidad y silencio de necrópolis.

Las ciudades decorado fueron perdiendo el magro tejido industrial que algún día mantuvieron. Poco a poco, los servicios, primero, y el turismo después, se convirtieron en sus motores económicos. Servicios administrativos – sobre todo en las capitales autonómicas –, comercio de grandes superficies que atraen a las gentes de la comarca, y, ahora, turismo, mucho turismo.

Los locales comerciales también evolucionaron. Los comercios de toda la vida, propiedad de un comerciante local, se vieron desplazados por las tiendas de cadenas o franquicias. Ahora, también éstas sufren el fenómeno conocido como Apocalypse Retail – originado por el imparable avance del comercio digital – y se ven relegadas por establecimientos de servicios personales, como clínicas, consultas o gimnasios, y, sobre todo, por bares, restaurantes y terrazas. La serpiente multicolor de las terrazas recorre el sinuoso trazado de las calles céntricas y principales, regando con su savia bulliciosa de fines de semana las habituales soledades sombrías de los días laborables. Las ciudades decorado atraen al turismo procedente de las ciudades vivas y retoman una vida intensa, tan efímera como falsa. El domingo a media tarde vuelvan a quedarse solas, en la melancolía de quiénes saben que sus tiempos mejores ya pasaron y que sólo les espera languidecer.

El sector turístico toma fuerza en las ciudades decorado, al punto de convertirse – por incomparecencia, quizás, de otros sectores – en la fuerza más poderosa a la hora de crear el imaginario de la ciudad. Y la ciudad-decorado aspira a estar bonita, limpia, rodeada de campos y bosques. Y la sociología de la ciudad-decorado evoluciona hasta aborrecer a la industria, a sus chimeneas, a sus humos, sus camiones y feas naves. Y poco a poco, las gentes que van quedando en las ciudades decorado caen en el síndrome de la ciudad bonita y se convierten en enemiga de la industria. No lo dicen abiertamente, pero así se comportan progresivamente. Dificultan, con papeleos y requisitos imposibles, el asentamiento de nuevas fábricas, y complican la vida a la poca que aún se afana en sobrevivir pese a las dificultades de todo tipo que tiene que sortear.

El turismo riega nuestra economía y haciendas, por lo que debemos estarle agradecidos y debemos aplicarnos en mejorarlo. Pero, atención, una ciudad no puede vivir sólo del turismo, salvo que se haya resignado, ya, a agonizar como ciudad-decorado. El síndrome de la ciudad bonita esconde una enorme falacia. Para mucho, bonita significa muerta, cuando, en verdad, deberíamos aspirar a vivir en ciudades hermosas, con actividad económica suficiente para mantener a nuestros jóvenes en ellas. Ciudades bonitas, sí, por supuesto. Ciudades turísticas, también, claro que sí, bienvenidos sean los que nos visitan, pero, sobre todo, ciudades dinámicas y atractivas para la inversión y el empleo. Sólo así lograrán sobrevivir.

En España, las ciudades-decorado son ya docenas. Quizás usted viva en una de ellas. Tendrá una gran calidad de vida, pero sus hijos se marcharon a trabajar y a vivir a la gran Babilonia. Usted se queda con la ciudad limpia y hermosa, ellos prefirieron el empleo prometedor y estimulante, que ya tendrán el fin de semana para pasear por alguna ciudad-decorado.

Mostrar comentarios