OPINION

El solsticio en Cueva Santa, la España vacía que se resiste a morir

Cueva de Mira
Cueva de Mira
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Ocupados, como con frecuencia nos ocurre, por cuestiones macroeconómicas o políticas, olvidamos reflejar la vida real que vitaliza a nuestros pueblos y ciudades. Y, olvidados entre olvidados, las gentes que habitan lo que se ha venido a conocer como la España vacía o vaciada, que lo mismo viene a ser. Por eso, ahora que aún permanecen calientes los rescoldos de las hogueras de San Juan, vamos a rendir nuestro pequeño homenaje a las mujeres y hombres que retan a las soledades de páramos y montes con su voluntad e inquietud. Y para ello, la localidad conquense de Mira será nuestro destino, habitada por algunas personas inquietas y cultas que se empeñan en descubrir y dar a conocer los misterios de su naturaleza e historia, para así rellenar de conocimiento el vacío dejado por la despoblación.

Nos adentramos en la novísima sociedad digital, sin despegarnos del constructo de nuestra historia y de nuestras costumbres destiladas al fuego lento de los milenios. En su estupendo libro “Vivir con los Dioses. Pueblos, objetos y creencias”, Neil Mac Gregor (Debate) reflexiona sobre la presencia de las tradiciones religiosas en la vida cotidiana e institucional de nuestros días. Un buen ejemplo de ello sería la noche de San Juan que acabamos de celebrar y que, en tantos puntos de nuestra geografía, cuyas hogueras se encienden como rito sincrético de los antiguos cultos paganos del solsticio de verano. Pero nosotros no encenderemos hogueras, sino que viajaremos al corazón de esa España que se niega a morir para observar un curioso fenómeno astronómico, el de la entrada de los rayos del sol poniente, justo y sólo en el solsticio de verano, hasta la cámara principal de la conocida como Cueva Santa de Mira o Cueva Santa del Cabriel, que a ambas denominaciones responde. Mira se sitúa al sur de la Serranía Baja de Cuenca y sus montes, hasta Teruel, son enormes despoblados, con una densidad de población siberiana, tendiendo al cero absoluto por kilómetro cuadrado. En la antigüedad, su término marcó el límite sur del territorio celtíbero de los lobetanos, cuya capital Lobetum, conocida por diversidad de fuentes clásicas, se resiste aún a ser localizada para la ciencia actual.

Y comencemos por el primer paso, por el cómo llegamos hasta allí. El responsable fue el geofísico Juanfra López Herreros, con el que coincidimos en unas jornadas sobre los neandertales de la cueva de Bolomor, celebradas el pasado mes de mayo en Tabernes de Valldigna, al sur de Valencia, brillantemente dirigidas por José Hernández Peris y Pablo Sañudo, codirectores del yacimiento. Juanfra López Herreros nos comentó entonces, junto a la arqueóloga Virginia Barciela, la existencia de unos grandes círculos de piedra en unos cerros cercanos a Mira, su pueblo, sobre los que estaba realizando unos trabajos de orientación astronómica. Quedamos en visitarlos, pues de confirmarse esos enormes petroglifos, se demostraría el elevado conocimiento astrofísico de la prehistoria. Y la casualidad hizo que, por cuestiones de agenda, la fecha escogida fuera el fin de semana que comenzaba el viernes 21 de junio –solsticio de verano– y finalizaba el domingo 23 de junio –noche de san Juan-. Así que, una vez conocidos por la mañana los sorprendentes megapetroglifos de Los Carriles, decidimos por la tarde visitar la Cueva Santa, un lugar venerado desde la antigüedad, hoy santuario mariano abandonado, pero que el culto popular revive una vez al año en la romería primaveral del vecino pueblo de Fuenterrobles, límite de la provincia de Valencia.

Salimos de Mira hacia el sur. A nuestro frente, la sierra de la Bicuerca, el enclave más meridional de la vieja Celtiberia que se extendería hacia el norte hasta Contrebia Leukade en La Rioja, su frontera septentrional. Al volante del todoterreno y dirigiendo la expedición, José Luis Pérez Jiménez, industrial de Mira, hombre inquieto y culto, amante de la naturaleza y de la historia, y que conoce, como pocos, cada palmo de su territorio. Juanfra y María Vicente, de Ecologistas en Acción, nos acompañan en la experiencia. A nadie encontramos en nuestro largo recorrido por los campos de cereales y vides, primero, y de pinos y encinas después. Tan sólo algunos corzos y conejos que cruzan precipitados los carriles nos mostraron la rica vida oculta en montes y madrigueras.

Y, como parada preparatoria, el lugar que bien pudiera albergar a la antigua ciudad celtibérica romanizada de Lobetum. José Luis, junto a otros estudiosos locales, como Nicolás Martínez, así lo creen, argumentado por la Geographia de Claudio Ptolomeo y por ser cruce de dos importantes calzadas romanas, de la que transcurría desde la Bética hasta Cesar Augusta con la de Valencia hasta Valeria, a unos veinte kilómetros de Cuenca. El actual camino transcurre sobre una de estas viejas calzadas, como lo demuestra las evidencias de los cantos rodados –bolos– extraídos cuando el subsolador preparó el terreno para el nuevo firme.

Dos rentos –así llaman a las casas de campo– abandonados y convertidos en ruinas de escombros y melancolía, se ubican sobre los restos inventarios de una hipotética villa romana, que bien pudiera ser un extremo de la ciudad de Lobetum. Los muros de piedra –hormas de ribazo les dicen– que separan y nivelan las parcelas, se presentan esmeradamente construidas con grandes sillares calizos, muy erosionados por los siglos y por los rigores de la intemperie. Varios pozos antiguos, cerrados en pequeñas bóvedas, atestiguan la cercanía a la capa freática. Mientras recontamos los abundantes restos cerámicos de la superficie, un graznido singular nos llama la atención. Un pollo de águila real inicia sus vuelos bajo la advertencia silbada de su madre y trenza el azul del cielo con su bordado de la España salvaje. Cuando lleguemos a la Cueva Santa volveremos a disfrutar del vuelo de otra águila real, la rapaz de mayor envergadura de la Península Ibérica y reina de estos cielos de encinares y pinares.

El monte Lalab domina Lobetum. Desde su cima se divisa un cerrito en forma piramidal, que constituye un Németon sacro, probablemente una gran necrópolis del bronce. Por lo visto, en los meses de invierno, se produce al crepúsculo un curioso efecto óptico por el que los rayos de sol parecen caer verticalmente sobre el primitivo cementerio. Un fenómeno que sin duda llamaría la atención en la antigüedad y que ahora produce asombro a los pocos que se acercan a observarlo.

Y, tras unos kilómetros de carril, llegamos finalmente hasta la Cueva Santa, ubicada en unos cortados calizos que dominan el actual embalse de Contreras. Sumergidas bajo sus aguas se encuentran varias aldeas, pedanías antiguas de Mira, como la Calabaza, las Casas de don Fidel, El Cañaveral – con su nacimiento de agua dentro de una cueva -, la Somera, Los Panizares, Las Monjas, así como como la de Fuencaliente, con su balneario, y su cementerio, cubierto con una gran losa de hormigón para que los féretros no flotaran en el agua. El vacío de su evocación reverbera hasta el presente y su silueta fantasmal parece advertirse bajo las aguas azules del desarrollismo. Estas aldeas custodiaron durante siglos a la Cueva Santa, que ahora queda lejana y remota de cualquier población actual.

La Cueva Santa se abre a poniente desde una pared vertical. Descendemos hasta ella por un sendero y nos encontramos con su vieja cancela de hierro abierta. Emociona el saber, antes siquiera de adentrarnos en sus penumbras que nos encontramos ante un lugar sagrado desde la antigüedad. Conocemos de su registro arqueológico gracias a un artículo de Alberto J. Lorrio publicado en 2006 en la revista Complutum cuyo título, “Lugar de culto antiguo y ermita cristiana” ya es una exacta síntesis de su historia sacra. Cueva Santa para nosotros desde, al menos, el siglo XIV, y cueva sagrada, también, desde la prehistoria, sobre todo durante el periodo íbero, aunque con ocupaciones demostradas desde el calcolítico. Cinco mil años, al menos, de presencia y de ritos humanos anteceden a nuestra visita.

El eco de los descubrimientos recientes comienza en los sesenta del pasado siglo. El cura de Fuencaliente organizó con los muchachos del pueblo una expedición a la cueva, dentro del conocido programa “Misión Rescate”, donde, con voluntad, pero nula profesionalidad, localizaban y recuperaban yacimientos arqueológicos y otros elementos destacados del patrimonio. En la sala más profunda, ocultos en grietas y oquedades, hallaron más de treinta vasos caliciformes ibéricos, hoy en el Museo de Cuenca. El abandono del culto en los setenta –por la construcción de la presa- permitió el expolio en la misma, llegándose a usar hasta explosivos. Con todo, se tiene constancia de materiales cerámicos posteriores al periodo ibérico, como puede ser la terra sigilata romana, o elementos hispanomusulmanes, así como bajo medievales.

La cueva presentó ocupación prehistórica, desde luego, al menos, desde el Calcolítico, como demuestra el hacha de cobre localizada en el pie de una de las columnas estalacmíticas. También aparece cerámica del Bronce, aunque el periodo íbero es el que más restos ha dejado. Parece que fue usada como necrópolis a finales del cobre y principios del bronce. Existe diversa documentación eclesiástica sobre la ermita que desde el siglo XIV se consagró como santuario mariano. Así, por ejemplo, se disponen de textos de una vista pastoral a Mira en el que se enumeran las ermitas del término y figura entre ellas la de la Cueva Santa.

Existieron sucesivos ermitaños que cuidaron de la cueva y de la imagen de la Virgen. Hoy, las ruinas de su casa se advierten entre la foresta. Los fieles de los pueblos colindantes consideraban milagrosa a la virgen de la cueva, así como concedían poderes milagrosos a las aguas que se acumulaban en sus cubetas naturales. En primavera acudían en romería a venerar a la virgen, cuya imagen se custodió, desde los años 30 del siglo pasado, en la aldea de Fuencaliente. Al quedar bajo las aguas, la mayoría de sus vecinos se trasladaron a Picassent, llevándose con ellos la imagen original, aunque existe cierta pugna con algunos otros pueblos que se quedaron con una copia. En la actualidad, sólo Fuenterrobles realiza la romería.

Necrópolis desde cinco mil años atrás, cueva-santuario durante el periodo íbero, ermita mariana para nosotros, la Cueva Santa protagonizó cada solsticio de verano un curioso espectáculo, del que fuimos testigos emocionados. En efecto, a la puesta del sol, los rayos inciden directamente hasta el interior de la cámara principal, iluminándola efímeramente durante unos minutos. ¿Es casual la orientación del pasillo de entrada? ¿Fue excavado en la antigüedad para permitir el fenómeno? Mientras los arqueólogos dilucidan estas y otras cuestiones, nosotros guardamos un respetuoso silencio para contemplar cómo el haz de luz profana la oscuridad de la Cueva Santa. El altar, sin Virgen, nos habla del espacio sagrado que sería venerado desde la antigüedad remota. Las orientaciones a los solsticios y equinoccios son propias de las culturas y de los tiempos megalíticos, a buen seguro que aquellas generaciones de constructores de dólmenes apreciaron, con asombro, la luz solar que por tres días fecundaba la matriz de la tierra madre.

Tras la puesta de sol, retornamos al coche. En silencio comulgamos con la soledad de los enormes despoblados de bosques y riscos que visten a la España vacía. Vacía de personas, pero repleta de patrimonio e historias, que algunas personas cultas e inquietas, como José Luis, como Juanfra, como Nicolás, como Ester, se empeñan en mantener y divulgar, porque, como bien sabemos, algo nunca muere del todo mientras alguien lo recuerda. Que estas líneas les sirvan de homenaje agradecido y sincero por su inquietud y trabajo.

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