OPINION

Las matemáticas y las promesas de amor eterno de una noche de verano

Como un vértigo, como una exhalación, el huracán de la moción de censura llegó para cambiarlo todo y, así, de paso, no modificar nada. Ya estamos de nuevo con la bondadosa, inocente y peligrosa estrategia de conceder al independentismo lo que no será agradecido y, además, lo que jamás logrará apaciguarlo. Derogación del 155, fin del control presupuestario, promesa de retomar aquellos aspectos del Estatuto ilegalizados por el Constitucional, propuesta de modificar la Constitución… El rosario de decretos y declaraciones parecen componer una partitura inútil que ya hemos interpretado en mil ocasiones. Ceder y ceder con la confianza de que el independentismo regresará al redil constitucional. Desgraciadamente no lo hará, mil oportunidades tuvieron y jamás lo contemplaron. Cualquier paso en ese sentido está condenado al fracaso y a la melancolía. Al actuar de buena fe, nos cuesta asimilar que cualquier concesión que se otorgue a los que dan por muerta a la constitución se convertirá en sus manos en armas para demolerla.

Pero vayamos por partes. Tras la sorpresa causada por las matemáticas parlamentarias, Sánchez fue nombrado presidente del Gobierno. Lo imposible, tomaba cuerpo. Aún sin ser el partido más votado en las urnas, logró serlo en el parlamento, por lo que, legítimamente, desplazó de la Moncloa a un Rajoy noqueado. Un nuevo tiempo, prometieron. Y el rosario de nombres que compondrían el gobierno obtuvo el beneplácito y la simpatía general del españolito de a pie. Un gobierno para gobernar, con el dogal limitante, eso sí, de su minoría parlamentaria. Pero no olvidemos que el gobierno está para gobernar y el parlamento para legislar, por lo que, con unos presupuestos aprobados, el gobierno podrá gobernar sin modificar ni aprobar nuevas leyes. El perfil de la mayoría de los ministros parece garantizar sensatez presupuestaria, por lo que, en principio, la senda de crecimiento económico y de creación de empleo se prolongará durante estos próximos meses. El único problema serio en el horizonte es el conflicto abierto con el independentismo catalán y su posible propagación al País Vasco. Es en este ámbito en el que el nuevo gobierno no puede cometer errores. Cualquier paso mal dado causaría graves e irreparables consecuencias.

Por eso, ante este tema, el nuevo gobierno tiene tres posibles escenarios: la política de salón, la política de cesión o la de poner las bases para derrotar a medio plazo a un independentismo que a todos perjudica. La política de salón, de declaraciones vacías, perseguiría dejar pasar el tiempo sin nuevos sobresaltos. Prometo mucho y nada hago, que diría el clásico. El congelar la situación tal y cómo ahora está nada arreglará, pero, al menos, no empeoraría el actual desaguisado. Por tanto, sería una opción retórica, pero prudente. El verdadero riesgo se encarna en la segunda de las opciones, la de la política de distensión y de cesiones en la confianza ingenua de poder ganarse para la causa a un independentismo irredento. Nada de lo que se avance en este sentido beneficiará a la convivencia constitucional, por lo que debería evitarse a toda costa. ¿En cuál de estas opciones enmarcaríamos las primeras declaraciones del gobierno? No lo sabemos. Esperemos que se queden en palabras al aire, sin voluntad firme de llevarlas a cabo. Concederle algo a un independentismo echado al monte es rearmarlo para que nos castigue con el golpe de gracia cuando más daño pueda hacernos. Ningún sentido tiene el continuar con la senda tradicional de cesiones competenciales y presupuestarias a quienes sistemáticamente las han utilizado para debilitar la convivencia. Ninguna cesión apaciguará la ansiedad independentista ni a su firme decisión de expulsar y perseguir a los que como ellos no piensen. Acabamos de asistir, atónitos, a la negativa del ayuntamiento de Vic de permitir un acto a Inés Arrimadas, la líder más votada de Cataluña. ¿Vamos a cebar con nuestra complicidad a ese excluyente totalitarismo? Esperemos, de corazón, que las promesas del gobierno sean solo palabras al viento, declaraciones de amor eterno de las que duran, como mucho, una noche de verano. Ni una sola cesión debería plantearse a favor de quienes protagonizan una dolorosa y traicionera sedición a plazos.

Quedaría la tercera opción, la de poner unas bases sólidas, democráticas, constitucionales para derrotar al independentismo. Hasta ahora, ningún gobierno la ha intentado, creyentes ingenuos, como éramos, de la voluntad integradora de unos nacionalismos que todo pedían pero que nada daban. Somos muchos, muchísimos más, los españoles que deseamos seguir unidos, trabajando y viviendo juntos, construyendo un futuro común, que los que desean dividir, partir, exiliar. ¿Por qué tenemos, entonces, que aceptar la imposición de unas minorías independentistas e insolidarias, que abiertamente perjudican nuestro deseo de convivencia y nuestra calidad de vida? Podemos reformar la constitución, sí, pero para otorgar más poder a un estado común que garantice la libertad y la igualdad de todos los españoles que la fiebre nacionalista vulnera y limita. Hasta ahora, siempre creíamos que lo más adecuado y democrático era descentralizar, ceder, desmantelar a un estado en favor de unas autonomías siempre hambrientas. Pero, ¿y si ha llegado el momento de invertir ese gradiente? ¿Y si es mejor apostar con la convivencia común que por la división insolidaria? Que nadie lo dude. Al independentismo no se le apacigua, sólo se le puede derrotar. Y, democráticamente, podemos conseguirlo. ¿Dará pasos en ese sentido el nuevo gobierno? Eso, como las promesas cumplidas de las dulces tardes de verano, sólo el tiempo lo dirá.

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