OPINION

Turismo-dependencia como síndrome: sin viaje, ya no somos

Turistas hacen cola en el aeropuerto de Palma
Turistas hacen cola en el aeropuerto de Palma
Europa Press - Archivo

Vayamos donde vayamos, viajemos donde viajemos, siempre nos encontraremos las omnipresentes riadas de turistas que todo lo invaden, que todo lo ocupan, que todo lo joden. Turistas que odiamos sin darnos cuenta de que, en verdad, también nosotros somos parte de su abigarrado caminar zombi. Nos encanta viajar, pero odiamos a los turistas, una paradoja esencial, un juego de espejos en cuyo reflejo deformado no nos reconocemos. Sin percatarnos de ellos, el viajar se ha convertido en una necesidad social, personal, casi en una dependencia psicológica. Es el tema. A todos nos encanta viajar y que, además, se sepa. Sin viajar, sencillamente, no somos.

La pulsión por el viaje empuja hacia los autobuses, trenes, aviones, barcos, coches, autocaravanas, caballos, motos o bicicletas a miles de millones de personas de todo el planeta que, de forma simultánea, experimentan la imperiosa llamada del viaje. Vivimos en un hormiguero alborotado, en una colmena hiperventilada en la que todos vamos de acá para allá, empujados por una ansiedad interior que nos impide el reposo y la vida sedentaria, la no-vida para el gusto del siglo. Asociamos el viajar al placer, a la vida intensa, al estatus social, a la realización personal y a otros tantos atributos positivos que el no viajar genera una grave ansiedad y un agujero negro psicológico que nos deprime y aísla. No pregunte a nadie por sus aficiones preferidas si no quiere que le estampe el consabido, "me encanta viajar" que nos produciría un bostezo intelectual, por vulgar y previsible, si no fuera porque a usted – y a mí – también nos encanta el viaje. Tenemos ya viaje-dependencia sin cura posible. O se viaja o morimos poco a poco, consumidos por la frustración y el desprecio de quiénes sí lo hacen, o sea, todos los que nos rodean.

El fenómeno ha adquirido dimensiones colosales. El turismo masivo está modificando el pulso, el urbanismo y la sociología de muchas ciudades. La rápida expansión de los alojamientos turísticos –muy rentables al alquilarse por días– elevan las rentas y expulsan a las clases medias de los centros urbanos, amén del bullicio festivo propio de los viajantes. Las calles se ven saturadas por las riadas multicolor de los visitantes, ávidos de uno foto para subir a Instagram y demostrar que ellos sí estuvieron allí. Los bares y terrazas se extienden por calles y callejas, sustituyendo a los antiguos comercios y franquicias.

A cambio, el patrimonio histórico se embellece, la ciudad se cuida, y aparece el que conocimos como síndrome de la ciudad decorado, cuya máxima aspiración es estar hermosa, mientras padece la emigración masiva de los jóvenes formados hacia la gran ciudad. El viaje es un estímulo, un premio, un reconocimiento para muchas organizaciones y empresas, que lo dosifican con el temple de la zanahoria y el burro, que siempre la sigue sin alcanzarla jamás. El viajar nos quita el mono temporalmente, pero enseguida precisamos más y más. Estamos ya enganchados sin remedio. El turismo, más que un placer aspiracional se ha convertido en una necesidad vital y social, en un antídoto imprescindible para superar la ansiedad por lo que ahora consideramos una vida gris y vulgar. O sea, en una nueva dependencia, vaya por Dios.

¿Por qué esta pulsión viajera? ¿Por qué de manera simultánea en todos los países y sociedades del mundo? A modo indiciario, nos limitaremos a apuntar algunas tesis, que doctores tiene la iglesia para que diagnostiquen y receten la turismo-dependencia que nos consume y altera.

Algunas causas pueden tener raíz económica y de mercado. Viajar se ha abaratado gracias al fenómeno 'low cost' y se ha convertido en una actividad asequible para amplias clases medias. Pero otros consumos, como el de la ropa, también ha disminuido de costo sin que la demanda haya crecido en consonancia. Quiere esto decir que lo que ahorramos en ropa, lo gastamos en viajar. El turismo es tendencia, al igual que lo son la formación o la vida saludable, ítems a los que dedicamos un porcentaje mayor de nuestra renta. Internet permite el abaratamiento y mil formas distintas de viajes baratos, desde el intercambio de casas, los desplazamientos compartidos, los vuelos 'low cost' o los apartamentos para muchos. Desde luego, el turismo masivo es otra de las consecuencias del terremoto digital que sacude nuestros cimientos como sociedad.

En las IV Jornadas Inmobiliarias de Cádiz, organizada por Faec, escuché una brillante intervención del economista José María O,Kean, en las que teorizó sobre los espacios por los que ha deambulado evolutivamente la especie humana. Así, existiría un Espacio Uno, originario, que sería el campo y la naturaleza, de la que provenimos. Después, aprendimos a vivir en el Espacio Dos, la aldea, el pueblo, la ciudad. Los habitantes del Espacio Dos precisamos salir de vez en cuando al Espacio Uno para solazarnos y desentumecernos de la contaminación y el estrés urbano. A estas dinámicas corresponden las vacaciones en el pueblo, el senderismo o el turismo rural, por citar tres clásicos en la materia. La revolución digital nos hizo súbditos del Espacio Tres, el universo digital, en el que cada día nos sumergimos y navegamos durante más tiempo. Nuestra existencia en el Espacio Tres nos condena a la realidad virtual, por lo que precisamos, como terapia, las emociones y las experiencias reales, que buscamos en una nueva forma de turismo de experiencia y emociones. Buscamos lo auténtico, lo que nos haga sentir y experimentar, lo que nos inyecte dosis de vida y sensaciones y eso sólo lo podemos conseguir viajando. El Espacio Tres, por tanto, también es una lanzadera que nos impulsa al viaje convulsivo.

La economía digital, el Espacio Tres, con sus consustanciales características de transparencia, economía de escala y accesibilidad, nos abre las puertas del mundo y nos guía por sus senderos de manera cómoda, fácil y barata. Tenemos mono de sensaciones y acudimos como narcotizados en su búsqueda. Y mientras más virtual sea nuestra vida, más emociones reales y viajes precisaremos para compensarla.

Además de los estímulos positivos, también existen los negativos. Quién no viaja, quien no transmite a los demás sus experiencias increíbles en viajes apasionantes, queda fuera de la onda. El complejo ante los demás sólo se cura con viajes redentores, que rediman la angustia y vacío que nos produce una vida sedentaria, sinónimo hoy en día de gris y vulgar. Sin viajar no somos nada. Viajar se convierte, así, también en una necesidad social, exaltada hasta el paroxismo en fotos subidas a las redes sociales, que vienen a proclamar al mundo la vida intensa que disfrutamos y lo interesantes que somos. O sea, que por palo o por zanahoria, ansiamos el viaje redentor, única terapia posible para paliar la ansiedad que nos consume.

 Viajar es divertido, da mundo, enseña, culturiza. Nada que objetar a una actividad hermosa de la cual, además, vivimos. El turismo crea riqueza y empleo, acerca pueblos y culturas. Y ha llegado para quedarse. Pero aprendamos a gestionarlo no vaya a ser que muramos de éxito y que la algarabía nos desborde y arrastre. O que nos enloquezca, si es que no lo estamos ya. Pero viajemos hasta que el cuerpo aguante y la cartera lo soporte. Y maldigamos a tantos y tantos turistas que con su sonrisa boba nos fastidian la experiencia de autenticidad que precisamos para ser. Somos turismo-dependientes y ya, a estas alturas, sabemos que, sin viajar, sencillamente, no somos. Cosas de la vida.

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