OPINION

En defensa de la mujer propietaria (y rica)

Queda poco por decir acerca de la explotación de la mujer en diferentes ámbitos. Tenemos lo ojos llenos de mujeres golpeadas por maridos y padres; mujeres que son objeto del más vil de los comercios, esclavas sexuales, a las que embarazan para tener nuevos guerrilleros o para hacerlas abortar y vender las placentas; mujeres mal pagadas que tienen que entregar al jefe de familia su mísero jornal para que él lo emplee según su criterio; mujeres casadas en su infancia con un señor mayor (o con quien sea), un desconocido o, casi peor, un conocido al que detestan pero que tiene un patrimonio conveniente para la familia. Me quedo muy corta

porque la realidad supera la peor pesadilla.

Como economista que analizo mi alrededor y que investigo en el mundo de las ideas y de los hechos económicos, siento cierta responsabilidad moral a la hora de reflexionar sobre la explotación y la discriminación femeninas. Y una de las conclusiones a las que he llegado es que los derechos de propiedad privada, el cumplimiento de los contratos y la protección de la vida y la integridad física de cada persona son tres claves para evitar todas esas atrocidades que he mencionado y las que se me han quedado en el tintero.

Es muy difícil manipular y esclavizar a una mujer que maneja su propio sueldo, que acumula ahorros, que los invierte, que estudia (si quiere), que vive en un entorno donde puede tomar decisiones y que es consciente de su libertad de elegir. Y todo eso viene de la mano de la independencia financiera, un derecho que se nos ha negado durante mucho tiempo, y que, por desgracia, sigue siendo una punta de lanza en muchas sociedades. La excusa centenaria para impedirnos ser propietarias de tierras o de cualquier patrimonio o empresa, era la misma que se empleaba para explicar por qué no debíamos tener formación científica: hay una irresponsabilidad genética en la mujer que nos hace inadecuadas para semejantes ocupaciones. Me avergüenza decir que, aún hoy en día, hay mujeres que se juegan su libertad y su integridad física por el hecho de conducir o de estar en un automóvil con un hombre que no sea su hermano, su padre o su marido. No hay grandes alharacas ante semejante bajeza. Si acaso un comentario de pasada como si se tratara de un hecho ocurrido en un planeta de otra galaxia, y se termina con la cobarde coletilla: “Si, qué horror, pero ocupémonos de lo que pasa en nuestro país, que estamos fatal”. Esa es una manera de sacar el balón del campo demasiado burda y me indigna. Estamos infinitamente mejor que en muchos sitios, pero nuestro ombliguismo occidental nos ciega.

Si echamos la vista atrás, aunque en nuestra Europa Occidental nominalmente la mujer tenía acceso a la propiedad y la herencia, no era más que un engaño en la medida que no se nos dejaba gestionarla, sino que se encargaba un tutor. Hoy en día, casi todos los estudios sobre pobreza destacan la importancia de que la mujer pueda ser propietaria de tierras (para empezar) en el desarrollo de las pequeñas comunidades agrícolas. Los programas de microcréditos en lugares de pobreza extrema a menudo deben su éxito al papel de la mujer ahorradora y cumplidora de sus obligaciones. Sin embargo, quienes pretenden erradicar la pobreza por decreto, sin atender a las leyes económicas, también se han ocupado de solucionar los problemas de la mujer a la fuerza. Fruto de esas ideas pretendidamente salvadoras han sido los planes de esterilización obligatorias en algunas regiones de la India, en Uzbekistán, en Namibia y otras regiones de África, para evitar el aumento de la tasa de natalidad y, supuestamente, mejorar el nivel de vida de la población. Esta medida constituye una agresión al cuerpo de la mujer y a su libertad para decidir sobre el mismo, aprovechándose de la situación de pobreza que padece.

Es tan ruin como la mutilación genital, que marca la vida de unos doscientos millones de niñas y mujeres en el mundo, en países como Egipto, por ejemplo, donde un 87% de mujeres entre 15 y 49 años han sufrido semejante salvajada.

Pero también en países desarrollados como Perú o Estados Unidos se ha esterilizado obligatoriamente a mujeres por ser indígenas, o ciegas o con capacidades diferentes, hasta hace muy poco. En España el debate está aún encima de la mesa. El control de la fertilidad lleva a cometer atrocidades hacia la mujer, por parte de hombres y de otras mujeres. La propiedad sobre tu propio cuerpo es el primer derecho de propiedad que creo que hay que reconocer. Trae de la mano la importancia del consentimiento sexual y acaba con los matrimonios forzados, entre otras cosas.

La defensa de la propiedad privada de la mujer, del derecho a enriquecerse, de su independencia financiera, desde mi punto de vista, es el camino para acabar con las funestas consecuencias que conlleva la pobreza. Los 30 países donde se da la ablación son países donde la pobreza es la ley. No es casual. Por eso creo que el capitalismo, entendido como el sistema económico que se basa en la eliminación de los privilegios mediante la competencia, la propiedad privada, el cumplimiento de los contratos y la defensa de la vida y la integridad

física de todas las personas por igual, es el mejor amigo de la mujer en su liberación de los estereotipos, de la mentalidad machista, y de las injusticias e infamias que en nuestro siglo XXI siguen existiendo, sea en casa o sea países no tan lejanos. La seguridad y autoestima que propicia no tener que pedir dinero a ningún tutor, la certeza de que tus proyectos tienen financiación si lo valen y que tu talento tiene salida son los mejores alicientes para que las mujeres elijamos. Por eso creo en la mujer libre propietaria y, a ser posible, rica, inversora, emprendedora, creadora de valor.

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