OPINION

Trump se olvida de la historia de EEUU para dar lecciones de economía

Todos los ojos estaban puestos en él. Y lo sabía. Sus declaraciones han sido difusas, medio afirmaba y medio negaba, amagaba una amenaza, no se había preparado los temas, tampoco suele importarle que se note que a veces realmente no sabe de lo que habla con precisión de estatista. Trump se mueve por impulsos: América primero. Y se queda tan ancho. A partir de ahí, despliega un abanico de políticas migratorias, comerciales y fiscales de diferente corte que muestran un nacionalismo sin paliativos.

Claro que los inmigrantes ilegales son una fuente de problemas, especialmente cuando se trata de delincuentes, que los hay. Pero emprender una campaña contra cualquier inmigrante ilegal, mientras se mantiene un protocolo endemoniado de legalización que puede llevar

muchos años, es como hacerse trampas en el solitario. ¿Cómo es posible que haya inmigrantes en Estados Unidos que llevan 15 años con contrato de trabajo, familia, insertados en la sociedad estadounidense, y sin haber logrado, a pesar de haber intentado, regularizar su situación? El entramado es diabólico y muchas veces los funcionarios empeoran la tramitación. Es difícil de entender si no lo has vivido, me comentan.

La rebaja fiscal a personas y empresas es una medida que no me parece mal, en principio. Yo soy de las economistas que con un ojo miran el gasto y con otro el ingreso, así que no aplaudo la bajada de impuestos porque sí. Pero ha sido uno de los puntos que más se ha alabado en Davos de la política del presidente estadounidense.

Sin embargo, es interesante mirar hacia atrás y de manera simultánea lo sucedido con la política fiscal y la arancelaria. Por lo general, resulta que las épocas de subidas arancelarias han coincidido con años en los que la presión fiscal era muy alta por razones de fuerza mayor, como las dos guerras mundiales.

Por ejemplo, durante la Primera Guerra Mundial, el tipo más alto del impuesto sobre la renta (instaurado en 1913) subió del 15% al 77% entre 1916 y 1918. Las guerras tienen que ser financiadas. Luego bajó y volvió a subir en el año 1932 hasta el 63%, pero cuando el tipo más alto alcanzó su máximo fue en 1944, cuando llegó al 94% y la más baja estaba en torno al 20%. La política arancelaria hasta la Segunda Guerra Mundial acompañaba estas subidas, de manera que en 1920 se aplicó un arancel a productos europeos como trigo, maíz, azúcar, algodón, carne en todas sus variantes, aceite de palma, de oliva, y hasta casi una treintena de

productos, para favorecer a los agricultores estadounidenses, que se veían con el agua al cuello por diversas razones.

Sin embargo, la economía de Estados Unidos se vio perjudicada porque se alteró el equilibrio internacional y se generó una nefasta corriente nacionalista. Mucho más cuanto que este arancel de emergencia sembró expectativas entre los estados agricultores y, como era de esperar, volvieron a aumentar en virtud de la ley Fordney–McCumber en 1922. En ese mismo año, las cooperativas agrícolas quedaban exentas de la ley antitrust. Este impuesto a las importaciones perjudicó mucho la recuperación de una Europa destrozada. No solamente la de los países vencedores y, paradigmáticamente, empobrecidos, sino también de Alemania que tenía que pagar deudas y reparaciones de guerra y eso, sin importar para lograr divisas, era imposible.

En 1930, y a pesar de la petición de la Conferencia Internacional de la Liga de las Naciones tres años antes, el arancel Smoot- Hawley bombardeaba de nuevo el equilibrio comercial internacional. Esta vez se trataba de proteger a los ciudadanos de la Gran Depresión. Otro error que se volvería contra ellos. Recordemos que el impuesto sobre la renta estaba subiendo y que en 1932 la tasa más alta estaba en el 62%, si bien la más baja rondaba el 10%. Sigue siendo una política comercial suicida, pero resulta más comprensible. Todos estos aranceles fueron propuestos y aprobados por el Partido Republicano.

Es necesario seguir la historia y llegar al año 1944, cuando Dean Acheson habló delante del Congreso de los Estados Unidos para lograr apoyo para los acuerdos de Bretton Woods. No había terminado la Segunda Guerra Mundial y la población estadounidense tenía unos impuestos muy altos. Las palabras de Acheson, tal y como lo narra Jeffrey Frieden en su libro

Capitalismo Global fueron:

“No podemos pasar otros diez años como los iniciados al final de los veinte y el comienzo de los treinta, sin padecer gravísimas repercusiones sobre nuestro sistema económico y social… Lo importante son los mercados… Hay que atender a los mercados exteriores”.

Claro que Trump ha dicho en Davos que para hacer grande a Estados Unidos hay que contar con el resto del mundo y que está reconsiderando retomar las conversaciones con el NAFTA. Pero esta misma semana  mismo la Unión Europea ha tenido que amenazar con represalias cuando se ha hecho pública una entrevista grabada en el mismo Davos en la que Trump afirmaba: “No podemos introducir nuestros productos [en la UE], es muy, muy duro. Y, aun así, ellos nos envían sus productos a nosotros. Sin impuestos, con muy pocos impuestos. Es muy injusto”.

Como recordaba en Expansión Miquel Roig, resulta que el saldo de las exportaciones de bienes y servicios de Estados Unidos a la Unión Europea y viceversa en el año 2016 fue de apenas un 21% a favor de la UE. No es veraz la afirmación de Trump, y destila nacionalismo económico. No he podido evitar recordar los planes de ayuda que Estados Unidos tuvo que aprobar después de la Primera Guerra Mundial para desbloquear la situación y que Alemania pudiera seguir pagándole. Bien es cierto que no estamos en la misma coyuntura y que se acababa de desmoronar el sistema de patrón oro. Precisamente por eso, la política de Trump va en contra de la lección aprendida por Estados Unidos y que Dean Acheson expresaba con tanta claridad: para que América sea grande debería cuidar los mercados internacionales.

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