OPINION

La izquierda odia a Madrid

Isabel Díaz Ayuso.
Isabel Díaz Ayuso.

Casi 30 años de destierro en el purgatorio de la oposición tienen la culpa de ese rencor, de ese odio crónico que la izquierda ha ido desarrollando contra Madrid y los madrileños. Desde el lejano 1991 cuando Álvarez del Manzano ganó la alcaldía de la capital y cuatro años después Alberto Ruiz-Gallardón alcanzó la Puerta de Sol, Madrid ha ido haciendo su propio camino, a veces por los pasillos torcidos y oscuros de la prevaricación y el cohecho, hasta convertirse en la primera economía del país, desbancando a la altiva, supremacista y trasnochada Cataluña independentista. Incluso en las pasadas elecciones municipales los madrileños liquidaron el fugaz experimento del "cantón manuelino de Cibeles", y volvieron a dar la mayoría a las derechas en el Ayuntamiento y la Comunidad.

Quizás eso ayude a explicar el linchamiento político, pero sobre todo personal, al que ha sido sometida la presidenta de Madrid en las últimas semanas, sobre todo tras la publicación de una encuesta de GAD3 en la que obtenía unos buenos resultados. Es cierto que Doña Isabel tiene esa habilidad para meter el tacón en los agujeros de todas las alcantarillas. Además, como habla mucho, se equivoca bastante, aunque algunos de esos presuntos errores no pasen de frases inocuas que la oposición convierte en metralla criminal a base de repetirlas y deformarlas. Porque en la España del 'escudo mediático', esa gigante empalizada del 'agit-prop' levantada por los pícaros de La Moncloa para defenderse de su negligente gestión del coronavirus, parece ser mucho más grave que unas decenas de personas no guarden la distancia debida en el cierre del hospital de Ifema a que 120.000 se manifestaron el 8-M en Madrid con el conocido resultado de tres ministras y la esposa del presidente contagiadas.

También tienen más relevancia los 5.000 euros del hotel donde se aloja la presidenta y que pagará de su bolsillo, que los 15 millones de euros que el Gobierno regaló a las televisiones amigas al principio de la crisis. Pero así son las cosas en este país de arrojados partisanos y entrenados francotiradores de tertulia, donde se cuestionan las mascarillas que regala la Comunidad de Madrid porque son demasiado buenas para el ciudadano corriente, al tiempo que se silencian los contratos millonarios suscritos por el Gobierno central con empresas sin domicilio conocido (8 millones de euros), las mascarillas retiradas por falta de garantías, los test defectuosos, la opacidad sobre el 'comité de árbitros' que decide qué comunidad autónoma progresa de fase, la verborrea partidista de un Fernando Simón que tiene la credibilidad de una de esas pitonisas de la franja de madrugada en televisión, el desprecio de algunos ministros al sector del turismo (Alberto Garzón) o de la restauración (Teresa Ribera), las rectificaciones sobre terrazas y rebajas, o las mentiras solemnes en 'prime time' del presidente del Gobierno sobre ranking universitarios que las propias universidades desmienten.

La consigna del alto estado mayor del Gobierno es fuego a discreción: todos los días hay que bombardear Madrid. El resultado es que la presidenta a veces parece medio tonta, otras una corrupta e incluso una hipócrita sin alma que posa y se finge la 'Virgen de las Lágrimas'. Además, ella y el PP son los responsables de haber infectado a toda España. El virus no surgió en China, ni se propagó masivamente desde Italia. No, según Rafael Simancas, ese diputado al que no se le conoce otro oficio que la política y empatizar siempre con la dirección socialista que toque, "España tiene tantos muertos por coronavirus porque en España está Madrid". Pero ni siquiera eso es cierto. Madrid tiene muchos fallecidos, la que más, pero ocupa el cuarto puesto en letalidad a nivel nacional detrás de Castilla-La Mancha, Extremadura y Aragón, todas ellas gobernadas por el PSOE. Como en el refrán de los pájaros que disparan a las escopetas, en la crisis del coronavirus los pirómanos de Moncloa acusan a las víctimas y a los bomberos de provocar y propagar el incendio.

Pero hay otra cosa que crispa a la izquierda madrileña y española. La Comunidad apenas es tierra de subsidios públicos. Aquí los emprendedores, los autónomos siguen teniendo prestigio. Se respeta al gran empresario que ha hecho limpiamente su fortuna, al tío del bar llegado de provincias que prospera, al taxista que se ha comprado varios pisos, al autónomo de la furgoneta que a base de horas y esfuerzos se muda a una urbanización con piscina, al profesional sin apellidos de raigambre que triunfa y echa raíces. Madrid es el Nueva York español, un espacio competitivo, abierto, libre, mestizo y muy solidario con el resto de España que, sin embargo, recela de toda la chatarra ideológica oxidada que las viejas izquierdas han reciclado y quieren presentar como si se tratase del último modelo de ipad. Eso lo sabe también Ayuso, que además de meter el tacón en todos los baches de la calle, está dispuesta a dar la batalla ideológica a esa izquierda que únicamente te perdona, para después asfixiarte, si aceptas compartir el marco mental de maniqueísmos que han construido desde el año 1917. Se trata de esa senil dialéctica de ricos y pobres, de empresarios perversos y obreros bondadosos, de la superioridad de lo público frente a lo privado, y más recientemente de hombres contra mujeres, taurinos y cazadores contra animales y coches contra bicicletas. Pero el dogma es un antifaz que impide ver y sobre todo pensar y rectificar.

El problema de la izquierda en Madrid no es ni Ayuso, ni el PP, son ellos y su rencor hacia los madrileños, que desde hace 30 años rechazan por rancio el menú que se empeñan en servirle. Deberían preguntarse porque una de las sociedades más moderna, competitiva, avanzada y progresista de toda España rechaza una y otra vez esas ofertas que se autodefinen como progresistas, feministas y ecologistas. Quizás porque el madrileño intuye que en el interior de la zambomba solo hay telarañas y una carcasa vacía. Lo último ha sido el cambio de fase en la desescalada. Madrid está igual que otras comunidades que ya han pasado el primer examen, pero el Gobierno quiere señalar, marcar en la espalda de los madrileños el estigma de los apestados. "¡No pasarán!", se repiten complacidos. De ahí vienen y ahí se han quedado.

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