OPINION

Los alquimistas de la Moncloa

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y el ministro de Sanidad, Salvador Illa, en la reunión de este sábado
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y el ministro de Sanidad, Salvador Illa, en la reunión de este sábado
EP

Hace tan solo dos meses el Gobierno de España se preparaba para asombrar al mundo. Los alquimistas del Palacio de la Moncloa habían conseguido destilar un adictivo y combativo placebo al que etiquetaron como progresista, ecologista y feminista. Eran los días en los que el flamante Gobierno de coalición con Pablo Iglesias estaba enredado en el dócil diálogo con los independentistas catalanes y la persecución de todos los heteropatriarcados planetarios. El ambicioso "proyecto de progreso" tenía también planes inmediatos para liquidar la reforma laboral, la ley mordaza, regular la eutanasia, tipificar la exaltación del franquismo y perseguir hasta la tumba y más allá al famoso torturador Billy el Niño. Pero una torpe visita nocturna del ministro Ábalos al aeropuerto de Barajas para entrevistarse con la vicepresidenta de Venezuela rompió el hechizo de los primeros días de encantamiento y puso de manifiesto los límites de la estrategia del afamado químico de la Moncloa de tapar con propaganda cualquier crisis política, como ocurriría semanas después con la pandemia del Covid-19.

El coronavirus era todavía en esas fechas en España una cosa exótica, lejana, china, de un país que según la caricatura occidental escupe permanentemente en el suelo y come murciélagos. Solo los ciudadanos más aprensivos observaban con terror lo que estaba pasando en la provincia de Wuhan. El Gobierno también miraba para otro lado, delegando la comunicación en el doctor Fernando Simón, director del Centro de Coordinación y Emergencias Sanitarias, quien todavía el 23 de febrero decía que "en España ni hay virus, ni se está transmitiendo la enfermedad". Mientras tanto, las tertulias eran una fiesta de tertulianos que se arrogaban la responsabilidad de pedir calma y tranquilidad a la población, mientras 'prestigiosos' periodistas del masaje gubernamental y otros contagiados por el entusiasmo o la necesidad de agradar, competían en despreciar al virus, que según decían mataba menos que la gripe común y que en todo caso solo afectaba a los ancianos.

El 24 de febrero en Italia ya había 7 muertos y cuatro días después la cifra de fallecidos llegaba a los 21. Pero en España la prioridad del Gobierno estaba centrada en la reunión de la Mesa Política con el independentismo catalán que se celebró finalmente en el Palacio de la Moncloa el 26 de febrero. Uno de los participantes era el ministro de Sanidad, la cuota catalana, un hombre dicen que decente de la cantera del PSC, pero que solo había sido alcalde de su pueblo y que únicamente conocía la sanidad como usuario.

Ya solo faltaban unos días para que explotara el pánico, pero la semana del 2 al 8 de marzo, fue la de los cuchillos morados entre los dos socios de gobierno, que se disputaban la primogenitura de la lucha feminista. Podemos quería aprobar como fuera una Ley de Libertad Sexual antes del 8-M, la famosa norma del "si es sí", aunque el texto fuera un bodrio, mientras la vicepresidenta Carmen Calvo se hacía entrevistar por la jefa de prensa del PSOE, para animar a las mujeres a que participaran en la manifestación del 8 de marzo, con un argumento infalible y premonitorio: "Les diría que les va la vida". La frase se popularizó a posteriori, porque esa semana pegó más el estribillo de "sola y borracha quiero llegar a casa". También el doctor Simón dio otro paso firme para la inmortalidad de las hemerotecas no poniendo objeciones para acudir a la manifestación. Ese domingo España seguía oficialmente en "fase de contención", pero ya tenía 17 muertos contabilizados y 589 contagiados, 159 más que el día anterior, mientras Madrid con 8 muertos y 202 contagiados tomaba el liderazgo de la catástrofe.

La resaca del lunes 9 de marzo fue muy triste y empezaron los episodios de pánico. Por la tarde los contagiados superaban los 1.200 y ya había 28 muertos. La Comunidad de Madrid ordenó cerrar todos los centros educativos arrastrando a todo el país a hacer lo mismo, pero Pedro Sánchez aún esperó unos días para anunciar el estado de alarma, que entraría en vigor en la noche del sábado 14 cuando ya habían fallecido cerca de 200 personas. Sin mascarillas, sin guantes, sin respiradores suficientes, sin test, con los hospitales amenazados de saturación, el confinamiento obligatorio era la única herramienta útil para frenar una pandemia que 15 días después alcanzaría los 10.000 muertos, con picos diarios de hasta 950 fallecidos, convirtiendo rápidamente a España en el país con más letalidad del mundo por millón de habitantes. Era como si los españoles revivieran una de aquellas viejas películas del Oeste en las que las heridas de bala se curaban sin anestesia, bebiendo whisky y mordiendo un trapo.

Fueron días aciagos. Faltaba de todo. Las imágenes de las monjitas cosiendo mascarillas o de las enfermeras improvisando sus propias batas con bolsas de plástico parecían más propias de la autarquía y de las estrecheces de la España de la posguerra, cuando el motor de gasógeno trataba de suplir la escasez de petróleo. Sin embargo, había algo que no estaba improvisado. El Gobierno sí tenía un plan de propaganda que los pícaros de la Moncloa pusieron en marcha el primer día del estado de alarma. Lo primero fue una campaña de publicidad institucional: "Este virus, lo paramos juntos", divulgada masivamente por los medios de comunicación, intentando socializar la responsabilidad como si el Gobierno fuera uno más en la gestión de la pandemia y todo dependiera de la unidad. También entró en escena un Comité Técnico, presidido por el doctor Simón e integrado por los máximos responsables del Ejército, la Policía y la Guardia Civil, además de una directora de Transportes. Hasta el pasado sábado 25 de marzo siguieron compareciendo diariamente en rueda de prensa, dándose la paradoja de que las noticias sobre el número de contagiados o muertos, muchos días se despachaban en unos minutos, mientras los uniformados se explayaban sobre todas las modalidades de timos o el número de detenidos y multados por saltarse el confinamiento, llegando al absurdo de relatar como noticias relevantes que habían recuperado 30 kilos de naranjas robadas o que una pareja había sido sorprendida amándose dentro de un coche en Algeciras. Pero cumplían una función: ocultar o diluir la información sobre la tragedia sanitaria que estaba atravesando el país. Las naranjas o la entrega de comida a un anciano en un pueblo aislado servían para no hablar o hacerlo menos, por ejemplo del famoso "triaje", la selección de pacientes que hacían los médicos en los hospitales ante la falta de equipos sanitarios en función de las probabilidades que tuvieran de sobrevivir. Además, las preguntas enviadas a un chat por los periodistas eran seleccionadas por el secretario de Estado, quien les formulaba las cuestiones en muchos casos mutilando las preguntas o adaptándolas a las estrategias comunicativas del Gobierno.

La rueda de prensa de los uniformados era sin embargo la primera de la jornada. Después seguían un carrusel de comparecencias de ministros, casi siempre en parejas, que soltaban un sermón, leían algo parecido a un pésame a los familiares de los muertos, repetían sus arengas y solo a veces daban alguna noticia. Con el Parlamento cerrado y la oposición marginada de los medios, durante muchos días el Gobierno fue la única voz del país, consiguiendo el objetivo buscado: marcar la agenda mediática y bombardear durante horas a las audiencias de televisión con sus consignas. Las preguntas a los ministros y al presidente del Gobierno también eran formuladas por el secretario de Estado, quien se metió tanto en su papel que incluía vídeos en las ruedas de prensa como si estuviera presentando un telediario en directo. Hasta el lunes 6 de abril -tres semanas después de decretarse el estado de alarma- los periodistas no pudieron preguntar directamente al Gobierno. Pero para recuperar ese elemental derecho constitucional fue necesario un denuncia por escrito y una rebelión contra el secretario de Estado, quien se resistió todo lo que pudo intentando enfrentar a los periodistas habituales de las ruedas de prensa de la Moncloa con los periféricos y otros medios marginales como la radio de un pueblo de Toledo de 160 habitantes -'La Buena Onda'- que se convirtió en omnipresente y se le concedió la misma presencia que a medios con audiencias millonarias.

Para el presidente del Gobierno se reservaron los sábados. Era normal que compareciera en horarios de máxima audiencia, coincidiendo con los telediarios del mediodía o de la noche. Pero sus guionistas nunca acertaron. Nunca resultaron digeribles los burdos plagios de Churchill y Kennedy. Más que un líder carismático, Pedro Sánchez parecía un burócrata que leía un texto fabricado de retales cosido por los asesores de su gabinete, en el que mezclaba el consumo de internet con la apelación al sufrimiento y la resistencia. Ni mostraba ninguna empatía hacia los familiares de los fallecidos, ni admitía haberse equivocado en nada. Al contrario, presumía de que España había tomado decisiones antes que otros países europeos, al tiempo que exigía apoyo incondicional a la Unión Europea y a la propia oposición española.

Esa ha sido precisamente la estrategia gubernamental de comunicación para enfrentarse a la crisis. No reconocer ni un solo error, exigirle a la oposición que apoye incondicionalmente y aplace la crítica, tapar a los miles de fallecidos, no responder a las preguntas imprescindibles, ocultar la falta de material sanitario para luchar contra el virus y sobre todo buscar un buen enemigo al que echarle la culpa, tanto en casa como en el mundo. Por ahí iba la pregunta de José Feliz Tezanos en el CIS sobre el control de los medios, pero también la orden del jefe del Estado Mayor de la Guardia Civil, el general José Manuel Santiago, para identificar bulos que generen "desafección a las instituciones del Gobierno". Fue lo que ayer mismo resumió Sánchez al final de su arenga televisiva: "los aliados del virus son el bulo, la división y el odio". O sea todos los que no acepten someterse sumisamente al relato exculpatorio y propagandístico de los alquimistas de Moncloa.

* Mauricio Fernández es Doctor en Periodismo, consultor de comunicación empresarial y experto en comunicación de crisis con más de 30 años de actividad profesional en el sector de los medios.

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