OPINIÓN

La "nueva política" era pelear sin reglas

Pablo Iglesias Pedro Sánchez
Pablo Iglesias Pedro Sánchez
EFE

Ya casi nadie se acuerda, pero a mediados de la década que ahora agoniza entre la angustia y los espasmos criminales del coronavirus, España vivió un febril debate reformista. El discurso de la regeneración adquirió casi dimensiones religiosas y los partidos políticos, especialmente los nuevos, competían en ver quien presentaba el catecismo más largo y las medidas más mediáticas para convertir a España en una potencia mundial de la transparencia, la estricta separación de poderes, la lucha contra la corrupción y las buenas prácticas políticas. Sin embargo, cualquiera que descienda ahora al inframundo de las hemerotecas se encontrará un paisaje de flores secas y tumbas abandonadas donde se pudren las propuestas y los vehementes discursos que en aquel tiempo abrían periódicos y consumían miles de horas de radio o televisión. Se puso de moda hablar de la "nueva política", de condenar a la "casta" y de eliminar a las "clases extractivas" que parasitaban el esfuerzo de los españoles. Se contaban los concejales, los diputados, los asesores que sobraban en todas las administraciones y se hacían listados exhaustivos de empresas públicas, fundaciones, agencias y chiringuitos que solo tenían como objetivo dar de comer a la estructura de 'apparatchik' de los partidos tradicionales.

Todo tenía que someterse a revisión. Una generación de políticos jóvenes tomó primero las tertulias y después el púlpito del Congreso para arengar con sus propuestas de cambio radical. En el plano institucional pedían limitar mandatos, comisiones de investigación, derogar aforamientos, dimisiones urgentes de cualquiera que apareciese en un sumario judicial o cambios radicales en la ley electoral. Incluso Albert Rivera llegó a pedir la jubilación política de todos los nacidos antes de 1978, mientras que Pablo Iglesias presumía de vivir en un piso modesto de Vallecas y de cobrar únicamente tres salarios mínimos. Su propuesta 'estrella' era sin embargo el castigo, incluso con penas de cárcel, de las denominadas "puertas giratorias", esos mullidos consejos de administración donde algunos políticos jubilados o que han pasado a la retaguardia cobran cantidades obscenas no por su cualificación, sino por su presencia y adscripción ideológica.

Sin embargo, la raya empezó a moverse arbitrariamente el 1 de junio de 2018 con la moción de censura que hizo presidente a Pedro Sánchez. Por primera vez en la historia democrática de España, un partido con 84 escaños que había perdido las elecciones se hacía legalmente con la presidencia del Gobierno, pero con el tenebroso apoyo de fuerzas políticas que venían de protagonizar sucesivos golpes de estado en Cataluña como ERC y PDeCat, o los herederos políticos de la banda terrorista ETA. No obstante, los promotores del derribo de Mariano Rajoy con el PNV a la cabeza, lo justificaban todo por la sentencia de la Audiencia Nacional del 'caso Gürtel' que además de condenar a los Bárcenas y Correas, daba por probada la contabilidad 'B' del PP, que también era condenado "como participante a título lucrativo". 

La moción se vendió como una operación de limpieza democrática que tenía por objetivo convocar elecciones generales en un plazo prudente. Así, Pedro Sánchez sostuvo que los independentistas le habían votado 'gratis', como si en política cupiese la beneficencia. Pero rápidamente se puso de manifiesto que el discurso de la regeneración solo había sido una herramienta para hacer oposición y derribar, pero que no sería una parte esencial de la acción del nuevo gabinete. Ni convocó elecciones rápidamente, ni cesó a los ministros de su equipo que tenían sociedades instrumentales para pagar menos impuestos. No era ilegal, pero Sánchez se había comprometido a hacerlo en aquellos años de postureo reformista cuando la presunción de inocencia dejó de ser una salvaguardia democrática. Después, convocó dos veces elecciones generales y a los españoles se les quedó grabada aquella declaración contundente en la que dijo que no podría dormir tranquilo con Pablo Iglesias en el Gobierno, a quien sin embargo haría vicepresidente apenas 48 horas después de cerrar las urnas.

El Gobierno que había llegado al poder sorteando los reparos éticos de acordar con partidos cuyos líderes estaban en la cárcel por sedición, daba un paso más. Definitivamente, todos los códigos éticos, las cautelas morales y hasta la palabra del presidente del Gobierno pasaron a no valer nada. Por el contrario, se exaltaba su astucia política porque en unas horas había deshecho el nudo gordiano de la gobernabilidad y superado el bloqueo de la investidura. Después, a la patrimonialización de los medios públicos de comunicación y el uso insolente del CIS, se sumó el nombramiento de la exministra Dolores Delgado como fiscal general del Estado, una provocación solo comparable con una hipotética designación de Sergio Ramos o Piqué para pitar un Madrid-Barca. Pero fue con la explosión de la pandemia del coronavirus cuando el Gobierno dio por amortizado cualquier complejo y empezó a pelear definitivamente sin reglas. 

En una primera fase atribuyó toda la culpa a la herencia de Rajoy y después encontró en la Comunidad de Madrid el chivo expiatorio para descargar su responsabilidad. Por el camino se encontró con una querella contra el delegado del Gobierno en Madrid a cuenta del 8-M y no le tembló el pulso para cortar cabezas en la Guardia Civil y convertir a la Fiscalía y la abogacía del Estado en meras 'cheerleaders' gubernamentales, amenazando incluso a la juez que instruía la querella. La verdad o la mentira dejaron de ser categorías morales referidas a los datos y los hechos, siendo sustituidos por un bombardeo permanente de propagada para ocultar la falta de previsión, la carencia de medios y el mayor número de fallecidos del mundo por millón de habitantes. Han sido tres meses de estado de alarma, donde lo más doloroso para mucha gente no ha sido el confinamiento, sino los relatos falsos, la palabrería huera, las mentiras en riguroso directo incluso del presidente del Gobierno, el envilecimiento del clima político con las campañas permanentes contra la oposición, a la que se le intenta relacionar con fantasmales golpes de estado para derrocar al Ejecutivo, y el avasallamiento de todas esas normas consuetudinarias de convivencia que dan sentido a una sociedad democrática.

Quizás el mejor epítome de estos meses sea la figura del doctor Simón, un hombre al que, aunque ha fracasado estrepitosamente en la gestión de la pandemia, se le quiere convertir en un icono, en un ídolo de masas. Hasta han empezado a caerle premios, el último de una denominada "Asociación Progresistas de España". ¿Pero porqué se le premia? ¿Por haber mentido sobre la eficacia del uso de las mascarillas, por haber pronosticado que en España solo habría uno o dos casos, por sus profecías sobre las consecuencias del 8-M o tal vez por sus habilidades de mago para depurar el número de fallecidos de la estadística oficial? No, se le premia porque él es la imagen del Gobierno, porque el doctorcito se ha adaptado perfectamente a esa nueva forma de hacer política, en la que los hechos, los principios y la verdad no cuentan. Lo único relevante es ganar o al menos sobrevivir sin respetar las reglas. ¿Era esto la nueva política?

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