Opinión 

La mala digestión del Gobierno

Nueva foto de familia del Gobierno con Iceta
La mala digestión del Gobierno. 
Europa Press

Al final, tenía razón el novelista estadounidense Erskine Caldwell (La parcela de Dios, entre otras de sus obras), cuando aseguraba que el buen Gobierno es como una buena digestión, que si funciona bien no la notas.

En enero del año pasado se formó el primer gobierno de coalición de nuestra reciente democracia, entre PSOE y Unidas Podemos, tras el apoyo parlamentario de un conglomerado de partidos que sumaba mayoría absoluta. Se preveía, en principio, o al menos eso se decía, una legislatura estable y sosegada, pese a que las hemerotecas y determinados principios ideológicos de ambos partidos y de sus apoyos externos invitaban más a pensar en las desavenencias que en la conciliación. Y faltaba por llegar el gran cisne negro, el imprevisto de una pandemia vírica que ha desestabilizado el mundo entero.

Cuando se ha cumplido el primer aniversario de ese gabinete presidido por Pedro Sánchez, es muy posible que se eche de menos ese aserto de Caldwell. Si ha habido una constante en estos últimos doce meses en el ámbito gubernamental ha sido precisamente el estruendo del ruido interno, con una amplificación sorprendente hacia el exterior. Un gastroenterólogo concluiría tras examinar al paciente que la digestión está siendo muy pesada por culpa de extensas bolsas de gases.

Este gobierno nació bajo un cierto halo de romanticismo, con el desafío de gobernar juntos desde visiones políticas no muy coincidentes. Era el reto, pero a medida que han pasado los meses esa tierna ilusión ha desembocado en incredulidad, ante el desfile de desacuerdos y, lo que es también peor, en una pasmosa hostilidad y animadversión entre los propios ministros, pese a la sorna maquiavélica de quienes aseguran que aquí no pasa nada.

Los desencuentros a lo largo de este año han sido abundantes y aireados por unos y por otros sin sofoco alguno. Parece que lo que les separa es más que lo que les une. La pregunta es si esos principios inconciliables entre ambos partidos pueden ser superados en aras del bien común y de la estabilidad institucional. El problema es serio, porque esos principios afectan a cuestiones esenciales del país y chocan incluso con la Constitución de 1978, la primera que se ha logrado en la historia de España por consenso. Disentir sustancialmente en cuestiones como la forma política del Estado, la organización territorial o en enfoques de política exterior, seguridad, económicos, sociales y judiciales de calado, es legítimo y respetado en un país como España, en el que no se persiguen las ideas, pero es preocupante sí se producen con intransigencia en el seno de un gabinete de coalición.

Las diferencias que puedan surgir en un gobierno de esa naturaleza, sustentado por ideologías diferentes, son entendibles, solo faltaría, pero es imprescindible que el abismo no sea insalvable, que los socios busquen un acercamiento con inteligencia y generosidad, que diriman sus cuitas con discreción y que asuman por igual los éxitos y los fracasos, para transmitir al final un mensaje armónico a la ciudadanía. Por el bien del país, el reto es hacer conciliable lo que parece inconciliable pese a las visiones políticas discordantes, si se piensa en el interés general.

No va a ser fácil. Mientras los socialistas, más experimentados en las lides de gobernar, parece que optan por algo más de prudencia y por un juego subterráneo más taimado en estas sonoras peleas internas, Podemos considera beneficiosa la visualización sin rubor de las discrepancias, bajo dos mensajes. El primero: gracias a nosotros y no al PSOE se aprueban y se consiguen avances sociales. Y el segundo: estamos en el Gobierno, pero no nos domestican ni nos callamos lo que pensamos.

En fin. No es momento de que el gobierno siga enzarzado en públicas fricciones internas. En este estado tan excepcional y preocupante como el que vivimos, en el que también cunde el desánimo, el miedo y la intranquilidad social por los graznidos de la pandemia, es obligado que quienes tienen la responsabilidad de gobernar no generen con sus enfrentamientos más escepticismo y confusión, sino tranquilidad y esperanza. Si no lo consiguen, ¿qué confianza puede generar un gobierno en desacuerdo consigo mismo? ¿Poder y oposición en el mismo paquete?

Dichosa digestión.

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