OPINION

El AVE, el tren bobo que nos hará parecer listos

Pedro Sánchez, en la inauguración de la línea Madrid-Granada.
Pedro Sánchez, en la inauguración de la línea Madrid-Granada.
EFE

En 1992 se inauguró la primera línea de alta velocidad ferroviaria entre Madrid y Sevilla. Fue en el mes de abril y en el año de la Exposición Universal de Sevilla. Nada menos que 471 kilómetros de línea férrea, 31 viaductos, 17 túneles bajo Sierra Morena y una inversión total de 446.327 millones de pesetas (2.682 millones de euros). Fue un comienzo polémico. Por el desvío presupuestario –la partida inicial inicial fue de 250.000 millones de pesetas- y porque eran legión los críticos que no tenían clara su rentabilidad.

El número 882 de la revista Cambio 16 dedicó su portada al acontecimiento: “Europa al Norte, inversión al Sur. El Tren bobo” tituló. El entonces ministro de Transportes José Borrell, que probó el invento un mes antes, tuvo que reconocer que la rentabilidad del proyecto no se iba a reflejar en las cuentas de resultados de Renfe "sino en la mayor creación de renta y riqueza del país".

Tres décadas después, España cuenta con más 3.500 kilómetros de líneas para la alta velocidad. Es el segundo país del mundo tras China y está por encima de Japón. Desde la primera inauguración en 1992, todos los Gobiernos, los del PSOE y los del PP, tuvieron claro que el AVE, además de transportar viajeros, acarreaba votos. El presidente en funciones, Pedro Sánchez, no ha podido resistir la tentación de apuntarse el tanto de la inauguración de la nueva línea Madrid-Granada, proyectada hace 20 años. Votos.

Un AVE para cada capital

El expresidente Mariano Rajoy, con su colaboradora y amiga Ana Pastor al frente del Ministerio de Fomento, llevó la promesa del AVE a todas las capitales de provincia. Prometieron líneas de ferrocarril modernas, de velocidad alta y de alta velocidad a las grandes ciudades. Luego, la realidad se impuso. Pastor recibió su ración de críticas por aceptar, a través de la sociedad que gestiona las infraestructuras ferroviarias Adif, extender las líneas de AVE ajustando los precios al máximo.

Pedro Sánchez, en la inauguración de la línea Madrid-Granada.
Pedro Sánchez, en la inauguración de la línea Madrid-Granada. / EFE

La entonces ministra Pastor cayó en la trampa de los viejos hábitos. Las constructoras presentaron presupuestos de construcción a la baja -temerarios aseguraban fuentes sindicales de Renfe y Adif- con el sobreentendido de revisarlos después. Pero los modificados de presupuestos se prohibieron -no podían superar el 10% de la adjudicación-. Consecuencia: las constructoras ralentizaron trabajos, las obras se empantanaron y hasta la patronal de la construcción Seopan puso el grito en el cielo. Mientras, se olvidaron de articular bien el transporte regional y del derecho de la ciudadanía a un transporte eficiente a precio razonable.

Lo cierto es que los 30 años de AVE han dado mucho de sí. A pesar de sus detractores, el despliegue de la alta velocidad ha tenido efectos positivos. Ya lo dijo Borrell en aquel viaje inaugural: La inversión se justificaba por su impacto sobre el precio del suelo en determinadas zonas y la ordenación del territorio. Para las constructoras, las obras de la alta velocidad han sido un sueño. La Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia (CNMC) lo desveló este año gracias al chivatazo de la francesa Alstom: las empresas formaron cárteles para repartirse los concursos públicos de Adif, AVE incluido, por valor de más de 1.000 millones de euros durante 14 años.

Pese a los recelos y a las corruptelas, el tren de alta velocidad que han cuestionado desde el partido Ciudadanos (Luis Garicano en 2015) a los liberales de Fedea (Germá Bel, Daniel Albalate), pasando por el Tribunal de Cuentas Europeo, es una buena idea. Sus efectos económicos no se pueden medir sólo en viajeros por kilómetro. Los proyectos benefician a la industria (CAF, Talgo), llevan a las constructoras por el mundo (AVE a La Meca) y tienen beneficios medioambientales difíciles de cuantificar.

El medioambiental puede ser, precisamente, el gran punto fuerte de la alta velocidad ferroviaria. En Holanda y en Francia han surgido iniciativas para prohibir el transporte aéreo en trayectos cortos que se puedan realizar en ferrocarril. El viaje entre Amsterdam y Bruselas o entre París y Marsella se limitaría al tren o al transporte privado. A medida que la lucha contra el cambio climático y el calentamiento global se haga más urgente, el valor del ferrocarril como modo de transporte de viajeros y de mercancías bajo en emisiones irá creciendo. En España, la apuesta por aquel tren bobo puede hacer que nos veamos y nos vean como listos. Aunque haya sido sin querer.

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