En la frontera

Las empresas refugio y el empleo: se acabó lo que se daba

El antiguo trabajo protegido, seguro y para toda la vida, ni existe en las ocupaciones industriales, ni existe en los servicios, ni existe en las áreas más vinculadas a la tecnología y al saber.

Trabajadores reponiendo productos en un supermercado
Trabajadores reponiendo productos en un supermercado
EFE

Hace tiempo que se acabó lo que se daba. No hay trabajo para todos. Ninguna empresa, grande o pequeña, es ya un espacio de empleo seguro. Se han acabado los refugios. La última prueba corre a cargo de la eléctrica Iberdrola, que ha adelantado su intención de prescindir de un 15% de la plantilla en España. Total, 1.500 empleados que se encaminan, más temprano que tarde, hacia la rampa de salida. Como corresponde a una empresa que presume de beneficios y de responsabilidad social, el recorte afectará a los trabajadores más veteranos, a los que se ofrecerá un retiro voluntario y anticipado. Todo pactado. Todo suave.

El plan de Iberdrola certifica que el sector energético, que aún gana dinero, ha dejado de ser un refugio para el empleo, los salarios por encima de la media y las retribuciones en especie. Como apuntan los expertos en el mercado laboral, el antiguo trabajo protegido, seguro y para toda la vida ya es una utopía. Ni existe en las ocupaciones industriales, ni existe en los servicios, ni existe en las áreas más vinculadas a la tecnología y al saber. Como Iberdrola, otras compañías grandes, caso de Endesa o de Naturgy –las tres obtuvieron 3.307 millones de beneficios en el primer semestre- también están aplicando planes para adelgazar el número de trabajadores.

El sector energético sigue la estela de otras grandes corporaciones –Caixabank, Banco Santander, Telefónica- para desprenderse de miles de trabajadores que apenas superan los 50 años. Un diputado –Alberto Montero, Unidas Podemos- ya planteó en el Congreso, refiriéndose al Banco Santander y antes de la llegada de la gran pandemia, la paradoja que supone despedir personal a miles mientras en el sector bancario se realizaron solo en 2017 más de 17 millones de horas extras sin remunerar.

El mensaje que llega a la sociedad es de desánimo: los trabajadores maduros donde mejor están es en casa.

Incluso si los despidos se hacen mediante Planes de Suspensión Individual (PSI) -Telefónica-, sin coste aparente para las arcas públicas en lugar de Expedientes de Regulación de Empleo (ERE), que si tienen un coste para la Seguridad Social, el mensaje que llega a la sociedad es de desánimo: los trabajadores maduros donde mejor están es en casa. Eso en un país que ha retrasado la edad de jubilación oficial a los 67 años. Es evidente que algo no cuadra.

La evolución de la pirámide de población apunta a que los trabajadores jóvenes y formados van a ser cada día menos. Si se expulsa a los empleados maduros de las áreas y corporaciones más productivas y tecnificadas, el golpe a la sociedad puede ser irreparable. Está sucediendo ya: los mayores de 50 que encuentran ocupación -y no es fácil a esa edad- lo hacen en servicios auxiliares y en la economía sumergida. Una enorme zancadilla para las pensiones futuras.

Los recortes en sectores que una vez fueron refugio son también el fruto de los cambios tecnológicos y de estrategia que viven las empresas. Por ahora, se mantiene la idea de que la nueva economía, digitalizada y verde, va a crear puestos de trabajo que ni siquiera es posible imaginar. Pero lo que se ve hasta ahora es que se crea poco empleo –no sólo por la pandemia- y el que se crea no es en mejores condiciones. 

Se ha pasado de la rotación de cultivos agrícolas de antaño a la rotación de empleos.

El sociólogo alemán Ulrich Beck, profesor de la London School of Economics –citado por el decano de la Universidad de Vic, Josep Burgaya- definía la situación actual y futura, como la de un capitalismo sin trabajo, donde se ha pasado de la rotación de cultivos agrícolas de antaño a la rotación de empleos. Un mundo de ciudadanos que alternan el ingreso con el subsidio y el trabajo con el empleo. El retorno a la fragilidad y la inseguridad del mundo preindustrial.

El empleo se polariza. Por un lado, empleos de alta calificación y salarios muy altos -pocos- dedicados a tareas abstractas y, por otro, puestos de baja calificación, principalmente en la industria de los servicios. Las consecuencias pueden ser graves para la estabilidad social. El abanico salarial entre los diferentes tipos de trabajadores va a seguir ensanchándose y los empleos perdidos en los últimos años no van a volver. Los 800.000 puestos de trabajo que promete el presidente del Gobierno Pedro Sánchez en los próximos tres años son como el dedo que tapa el agujero de la presa. Este año, según el Fondo Monetario Internacional (FMI), se van a perder un millón.

La crisis de la Covid 19 ha agravado lo que ya era una tendencia. El FMI cree que, en el mejor de los casos, España no recuperará la tasa de paro previa a la pandemia al menos hasta 2026. La cultura del trabajo, el espinazo sobre el que han crecido las sociedades y las democracias, se tambalea. Y con ella, se tambalea el futuro. De todos.

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