OPINION

Tenemos una oportunidad, pero es la última

Cumbre del Cambio Climático
Cumbre del Cambio Climático
EFE

La lucha contra el cambio climático, con sus enormes implicaciones económicas y políticas, es la última oportunidad de evitar una crisis para la humanidad más letal que la enfermedad Covid-19. La pandemia ha puesto entre paréntesis los planes de inversión y los compromisos de mínimos aprobados por la comunidad internacional para combatir el calentamiento global y el desastre medioambiental sobre el que vienen advirtiendo sin demasiado éxito todas las organizaciones internacionales y toda la comunidad científica.

Está en marcha una nueva fase del pulso que libran desde hace tiempo quienes quieren prolongar lo más posible el funcionamiento de la economía basada en los combustibles fósiles y quienes impulsan la descarbonización para evitar un desastre de proporciones bíblicas. Todos los planes, nacionales e internacionales han quedado arrinconados mientras crecen las presiones para aplazar las normas que obligaban a cambiar de rumbo a muchas industrias y sectores.

Bastan unas pinceladas para dar idea de la gravedad del momento: la alerta mundial por el coronavirus ha provocado la suspensión de la Cumbre del Clima de Glasgow prevista en noviembre hasta el año próximo y el Acuerdo de París queda en el aire; en la UE, países como la República Checa, Polonia o Hungría, reticentes a la eliminación del carbón, piden posponer los objetivos de descarbonización más allá de 2050, mientras la poderosa industria del automóvil, a través de la patronal europea de fabricantes ACEA, presiona a la presidenta del tambaleante edificio comunitario Úrsula Von der Leyen para que abra la mano en las exigencias de control de emisiones en los vehículos.

Ingeniería financiera

Toda la ingeniería financiera que manejó Bruselas hace poco más de tres meses es papel mojado. Von der Leyen presentó un plan para movilizar hasta un billón de euros para la transición energética hasta 2030. El plan se lo ha comido el virus. La UE está en otras cosas. Entre ellas en decidir si se mantiene como proyecto de futuro común o se suicida en incómodos plazos. En España también abunda el papel mojado. Tanto en el Gobierno, volcado en el día a día de la alarma sanitaria, como en las empresas, que sellan las huchas mientras digieren la sacudida de la crisis.

Los grandes planes se desvanecen. Es lo que sucede con el gran proceso inversor anunciado hasta 2030 por el Ejecutivo de Pedro Sánchez para impulsar la transición energética. El borrador del Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (PNIEC) recogía una inversión de 241.000 millones en los próximos diez años, con un 80% a cuenta del sector privado. Ahora, el plan está en el aire.

Como lo están también los proyectos de las petroleras para reconvertir el negocio y alcanzar el año 2050 con perspectivas de mantener alguna actividad. Las empresas refineras Repsol, Cepsa y BP contemplaban convertir las instalaciones de refino en centros de producción "ecológicos". Iba a ser la concreción en España de los planes adelantados por las grandes multinacionales del petróleo en la iniciativa FuelsEurope. Cosas del pasado. La prioridad en estos momentos es sortear las dificultades de 2020. El futuro se ha encogido.

La comunidad internacional contiene el aliento y las empresas posponen la toma de decisiones. El parón económico global ha provocado un espectacular descenso de las emisiones contaminantes. Una buena noticia, pero engañosa. Los expertos advierten: cuando la sociedad se reactive en medio de una recesión, las emisiones no solo volverán a subir sino que habrá menos dinero para abordar proyectos de transición energética. Si se aplican políticas de corto plazo, el desastre está servido. La Covid-19 y la amenaza por el calentamiento global suponen un reto para los Gobiernos. Las dos tienen algo en común: si no hay respuestas adecuadas en tiempo y forma, la gente muere a chorros.

Pero ¿qué es una respuesta adecuada? Economistas de altura proponían antes de la crisis, cuando el mundo se deslizaba hacia la desaceleración, estimular las economías a través de la inversión pública de los Estados hacia un destino preferente: las tecnologías de energías renovables. La idea era  impulsar proyectos de alto valor añadido para generar empleos de calidad y bien pagados. Una bendición para el consumo, para los ingresos del Estado y una forma inteligente de salir de la crisis. Hay una oportunidad. Pero es la última.

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