OPINION

La ley del convoy tira del salario mínimo

España encabeza los porcentajes de trabajadores pobres.
España encabeza los porcentajes de trabajadores pobres.
EFE

¿A qué velocidad se mueve un tren? La respuesta correcta es que se mueve a la velocidad que marca el último vagón. En el mundo empresarial y de marketing se asume que la capacidad o potencia máxima de una organización es la del último o menos eficiente de sus componentes. Y ¿qué pasa en un convoy cuando su conjunto no marcha a la misma velocidad? Que las tensiones se acumulan y crecen donde menos interesa, a menudo, en los eslabones más sólidos.

La ley del convoy se puede aplicar a los países y a sus economías. Avanzan en la medida que lo hacen sus ciudadanos en conjunto. Partidos, sindicatos, empresarios y gobernantes lo olvidan con mucha frecuencia. Demasiada. La tentación de tomar la parte por el todo es políticamente irresistible.

El debate sobre la subida del salario mínimo (SMI) es un buen ejemplo de hasta qué punto se olvida que todavía hay una gran parte de la sociedad que no ha salido de la crisis. Algo muy peligroso cuando los organismos internacionales advierten de que el crecimiento se está frenando y que asoman los fantasmas. Se toma la parte por el todo porque las empresas, la banca y una parte de la población, con funcionarios y pensionistas al frente, ha recuperado pulso tras el gran desplome de 2008.

La subida del SMI es urgente, además de necesaria. Los datos del Instituto Nacional de Estadística (INE) muestran que casi dos millones de trabajadores cobran por debajo del salario mínimo vigente (858 euros por 12 pagas). Es el vagón olvidado. El que puede introducir tensiones en los aparentemente sólidos vagones del convoy. Un país que tiene el 15% de los hogares en el que uno de sus miembros trabaja por debajo del umbral de la pobreza -datos de la OCDE- no ha salido de la crisis. La sufre.

Trabajadores pobres

España está a la cabeza en porcentaje de trabajadores pobres entre los países industrializados. Con un SMI muy alejado de países como Francia, Alemania (1.498 euros) o Reino Unido ( (1.463 euros), la subida del 22% propuesta por el Gobierno parece una medida justa para mejorar las condiciones de vida de millones de personas.

España encabeza los porcentajes de trabajadores pobres.
España encabeza los porcentajes de trabajadores pobres. / EFE

Pero el debate se centra en que la subida afectará al empleo porque -según se supone-elevar los salarios reduce la contratación. Hay una auténtica -y absurda- competición para cuantificar un efecto que muchos economistas discuten, incluido el premio Nobel Joseph Stiglitz. En la competición participa lo más granado del análisis económico. El Banco de España, Fedea y la Autoridad Fiscal Independiente (AIReF) han advertido de que subir el SMI en el porcentaje que propone el Gobierno puede afectar a entre 90.000 o 100.000 empleos. O más.

La Secretaría de Estado de la Seguridad Social también tiene sus estimaciones. Y no coinciden con las de los organismos más pesimistas. El secretario de Estado Octavio Granado sólo contempla, en el peor de los casos una “leve” repercusión en algunos sectores. Las estimaciones de la Seguridad Social tienen al menos, el mismo peso que las demás.

El germen de la precariedad

La cuestión es si merece la pena aplicar la ley del convoy a los salarios y el mundo laboral para no correr el riesgo de dejar atrás a parte de la ciudadanía. Lo peor es admitir como inmutables realidades injustas. Porque se eternizan. Basta analizar cómo germinó la contratación temporal y la precariedad desde mediados de los años 80. Lo que empezó en el año 1984 como una medida coyuntural para animar el empleo, con contratos temporales de empleo que se podían aplicar a trabajos no estacionales o temporales, se extendió como la pólvora.

Los llamados contratos de fomento de empleo se derogaron en 1994. Pero nadie pareció darse cuenta. El fraude de ley -contratos temporales para trabajos que no lo son- se asentó en el sector privado, incluso en empresas de alta cualificación, y también en el sector público. Sin debate.

Ahora, para defender lo indefendible se recurre al mismo argumento: el impacto negativo en el empleo. Sin caer en la cuenta de que el empleo y el trabajo debe estar siempre unido a la legalidad y a la dignidad, tanto del que emplea como del que es empleado. Si esa unión no existe, ni hay empleo, ni hay empresa. Solo un convoy que corre el riesgo de descarrilar.

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