Un nuevo Guantánamo del que todo el mundo quiere salir. Cientos de personas se agolpan en el campo de refugiados de Roszke con la esperanza de emprender viaje a Budapest, pero no es tan fácil. La mirada se nubla cuando uno los ve cara a cara. La angustia, el sufrimiento, el desamparo se refleja en sus rostros. Cautivos, impotentes, víctimas de un destino: nacer donde nacieron, huir como han huido.
Hombres, mujeres y niños son retenidos por cordones policiales que deciden quien pasa y quien no, los afortunados se montarán en autocares que les llevarán hasta Budapest
Hoy los ciudadanos sirios no podrán cruzar el cordón, la policía decide qué nacionalidades cruzan cada día. La irritación y la sensación de injusticia aumentan día a día. Todos los refugiados saben que están a merced de nuevas reglas.
Cuando hay ocasión grupos de refugiados corren hacia la carretera saltándose el cordón policial, la escapada dura poco, son interceptados por la policía y devueltos al campo. Huida imposible la suya.
Otros, más calmados, preguntan a los agentes cuando podrán salir, el nerviosismo es palpable entre las dos partes en un campo improvisado donde no hay absolutamente nada. Allí hablan, conversan, se quejan e imploran justicia.
Desde el cordón se ven los autocares que los más afortunados podrán coger para llegar a Budapest. Es el sueño de muchos, llegar a ese bus en busca de su sueño.
La doble verja del campo de internamiento es como una jungla que está ahí, cerca, en el sur de Hungría. Allí se hacinan afganos, bangladesíes, pakistaníes e iraquíes. Se quejan de que no les dan suficiente comida, agua o mantas, de que no pueden ducharse. El frío es la siguiente amenaza. Juncker ya ha dicho que no quiere refugiados helados en medio de la nieve, pero en este Guantánamo que parece irreal en plena Europa en el siglo XXI lo peor puede estar por llegar.
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